Con estupor leo la noticia de que la alcaldesa de Segovia se plantea la disolución de la Fundación Don Juan de Borbón por ser la única institución que aporta fondos. Una clara dejación de las funciones de los patronos, que figuran y no aportan, que, una vez más, con trazo hiperrealista dibuja la importancia que las instituciones dan a las artes escénicas y la música, especialmente, la clásica.
¿Qué hemos hecho para merecer esto? Pienso que el ideal del político radica en la rentabilidad (económica o propagandística) de aquello que emprende, pero lamentablemente, la difusión y creación cultural siempre es deficitaria económicamente, por lo que a quien le toca tramitarla no le queda otra opción más que popularizar la gestión. Sin duda es mucho más agradecido programar la actuación de un grupo pop de moda que un concierto con música de Messiaen, pero ambos son necesarios pues el verdadero arte, es una cuestión de sensibilidad que no se somete ni a dogmas ni a mayorías.
Otro aspecto sobre el que reflexionar es qué tipo de cultura y cómo se difunde ésta desde las instituciones. Frecuentemente se abusa de una didáctica con cierto aire paternalista que aporta poco y demasiado obvio. En mi vida musical he podido sorprenderme contemplando cómo alguien se maravillaba por ver y escuchar un violín en vivo, por primera vez; y también he dado con quien conocía al dedillo y amaba todas las cantatas bachianas. Diferentes niveles, diferentes necesidades, que igualmente han de ser atendidas desde cualquier estamento cultural. Y aquí es donde el posible desmantelamiento de la Fundación Don Juan de Borbón hace que un escalofrío me sacuda pensando en quien pueda suministrar y gestionar la excelencia musical. Permitirnos la frivolidad de prescindir de la Fundación sería hundir sin remisión el buque insignia de la música en nuestra provincia.
Hace tan solo cuatro años estuvimos a punto de ser la Capital Cultural de Europa, somos Patrimonio de la Humanidad, tenemos un legado histórico musical de los más ricos del continente; presumimos de ser tierra de músicos que, nacidos y formados aquí, salen a difundir el nombre de Segovia por el mundo… ¿Y de repente las instituciones, en su juego político, quieren olvidar sus obligaciones y compromisos, para ahora romper un lugar de consenso, ahorrarse una cantidad ínfima y colgarse unas pequeñas medallitas de ser los verdaderos sustentadores de la cultura? Ingenuo de mí, creía que la crisis era económica y sanitaria, pero no moral.
Durante su existencia, la Fundación Don Juan de Borbón ha cometido algunos errores, pero aún son más los notables aciertos. Desde sus inicios, un tanto megalomaniacos, hasta la actual frugalidad ha conseguido marcar sus propuestas con una línea que ha aportado coherencia y orden a una actividad musical que se había caracterizado por cierto eclecticismo tendente al caos.
La herencia de los antiguos ciclos significó un reto de constante contextualización, modernización y reorientación, que los ha convertido en el eje fundamental de la actividad musical segoviana con repercusión en medios especializados nacionales. A su vez, se han asumido y creado nuevas propuestas que se han erigido en hitos indispensables del calendario cultural.
Es momento para hacer a nuestros responsables culturales una llamada a la prudencia, a la reflexión, que pesa mucho más la realidad de lo que se pierde que la ilusión de lo que se podría ganar; lo superfluo transita siempre por el camino fácil de la inmediatez mientras que lo interesante y trascendente plantea el compromiso de la búsqueda y la constancia. La cultura es el mayor bien humano, es, por naturaleza, igualitaria y diversa, y para preservar su pureza es necesaria la voluntad, la participación y el consenso. Ahora más que nunca es tiempo de soluciones, no de problemas, hay que dar respuestas.
Últimamente he escuchado el ciclo sinfónico de Shostakóvich, una profunda meditación sobre la “cultura dirigida” del terror stalinista; también me enfrasqué en los cinco cuartetos de Arnold Schönberg, música degenerada, según la etiqueta del régimen nazi. Músicas complejas y ásperas, reflexivas, contestatarias y convencidas, como sus autores, de que en el arte comprometido vive la esperanza. Bob Dylan canta “la respuesta está en el viento”, pero quizá la respuesta esté en la Música.
