Probablemente Lionel Messi sea el mejor jugador de fútbol de la historia; y argentino. Probablemente Lionel Messi nunca será elevado a los altares como Maradona; nunca será considerado un símbolo en una nación que a falta de historia tiene que buscar anclajes patrios en mitos, en seres sobrenaturales que se han alzado sobre su pobre condición primera hasta constituir una explicación de los aspectos más importantes de la vida o una justificación lúdica de las miseria cotidianas del ser humano.
Messi es fruto de la programación; desde pequeñito se sabía camino del estrellato; se le cuidó, se le mimó, posiblemente fuera sometido a un programa médico para hacerlo crecer más allá de donde los genes predestinaban. Maradona nació en el barro, se abrió camino a trompicones en el club de su vida. Luego, todo consistió en ir de aquí para allá, rodando, intentando buscarse un hueco donde se admirara su talento pero también se le quisiera. Como en un cuadro hiperrealista, el concepto surge de la realidad harta, y el mito y lo divino de la faceta más humana, más carnal, más terrenal, del género humano. Los humanos hacen a un humano Dios, aunque en ocasiones sea preciso sacrificarlo. Pero lo sagrado implica a la postre una pérdida de la condición natural. Una muerte a tiempo ayuda. Y más si va aderezada de una buena dosis de misterio.
Como en un cuadro hiperrealista, el concepto surge de la realidad harta
Maradona ha sido elevado a los altares por un pueblo, como el argentino, donde las emociones están continuamente a flor de piel. También se elevó a los altares a Evita Perón y a Carlos Gardel.
Evita Perón pisó barro, como Maradona en sus inicios; Gardel, de origen oscuro, fue un niño que recorrió los conventillos o inquilinatos cercanos a la calle Corrientes, sin conocer la figura del padre; a Evita se le perdonó su biografía turbia, como también se ha hecho con Maradona. Evita decía luchar con y por los descamisados; Maradona convirtió la emoción del miembro más ruin de las barras argentinas en la misma que la del más potentado de la burguesía. Humilló a los ingleses en el campo de futbol cuando estos habían humillado antes en el campo de batalla a Argentina. Al fin y al cabo el fútbol es la guerra pero por otros medios.

Nadie recordará ahora al hombre que fue un mal ejemplo, que era acusado de violencia de género, que se arracimaba con dictadores y hacía trampa en el juego. Al mito, como los griegos a los dioses, se le perdona la peor de sus caras, al fin y al cabo es el simple protagonista de un relato: cualquier historia que sobre él se construye da igual que se crea o no verdadera, lo importante es que constituya el anhelo de la masa; el anhelo y el consuelo.
Es el papel que juegan los mitos, en contraposición con el que desarrolla la razón
Las sociedades sacralizadas suelen mostrar tendencia a crear dioses y mitos con más asiduidad que las desacralizadas. Perecen tener presente de manera constante la prehistoria politeísta del género humano. Es el papel que juegan los mitos, en contraposición con el que desarrolla la razón. No es de extrañar que a muchos de los que hemos disfrutado de la pierna izquierda de Maradona nos haya producido vergüenza ajena contemplar las muestras de histeria colectiva en su funeral. Un par de chicos comentaban el mítico gol contra Inglaterra del Mundial de 1986. Lo hacían como si fueran el periodista que narró la jugada. Después se echaban a llorar. Ninguno de ellos, por su edad, puedo asistir a ese momento, a la emoción que produce —y que queda clavada en el subconsciente— la vivencia de un instante que a la postre será histórico. Pero ha calado en ellos el relato, la experiencia mítica que se eleva sobre el hecho en sí y convierte lo real en religión, la experiencia en misterio. Ya no importa el conocimiento ni la razón, sino la vivencia interior. El ser arcaico elevaba altares sobre lo desconocido, que temía, en una suerte de exorcismo. El ser moderno —algunos seres que habitan el presente— lo hace sobre algo que afirma conocer, que se proyecta en su interior y que le permite, siquiera por unos momentos, elevarse de la miseria humana y mirar cara a cara a lo que cree un Dios, y que solo es una creación —relato— del propio hombre.
