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Matar la razón

por Julio Montero
4 de noviembre de 2020
en Opinion, Tribuna
JULIO MONTERO 1
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Para los europeos, desde finales del siglo XVIII, los españoles somos un pueblo romántico en su sentido más populachero. Primero, sentimos más que pensamos. Y cuando usamos la cabeza en nuestros asuntos es para ponerla al servicio de los sentimientos y no para guiarnos por la razón bien fundada.

Segundo, nos importan las formas más que el fondo. Somos, al parecer, expertos en asentar firmemente unos principios inmaculados que las excepciones primero, las compresiones después y, por último, la corrupción de andar por casa conducen a su total arrinconamiento (de los grandes principios).

En tercer lugar, somos devotos del adorno: lo nuestro es lo blando, la madera y la escayola, las lágrimas de cristal, los bordados y fruncidos (en todos los sentidos), la escenografía sentimentaloide en las calles y escenarios… los fundamentos mal puestos pueden cubrirse de apariencia, aunque esta no pueda usarse nunca para lo que teóricamente se hizo.

En cuarto lugar, nuestras prisas y atropellos en el actuar, nuestra escasa capacidad de planificar con tiempo las cosas, y prever los medios que se han de poner para conseguir los resultados comprometidos, en el tiempo firmado, nos hacen terminar los proyectos en un “mírame y no me toques”: lo justo para “dar el pego” y huir lo suficientemente lejos como para que no nos pille la justicia por incumplimiento bajo la apariencia de bonito y agradable.

Todo esto, naturalmente, es falso en parte, aunque también en parte cierto, como ocurre con casi todos los juicios de este estilo. Además los defectos (y las virtudes) siempre se dan en grados: nunca hay modelos tan absolutamente “perfectos” como para asumir en grado máximo ni unos ni otros. Pero con estas limitaciones es legítimo afirmar nuestro amplio y extendido gusto por lo barroco, por lo ligeramente excesivo (que amplía progresivamente sus fronteras), por lo efímero, por lo aparente… y la cerrazón total a admitir que aquello que se hizo de mal, “deprisa y corriendo” no es lo que debía ser, ni lo que estaba comprometido.

Estos planteamientos ayudan a entender el porqué es tan difícil, en cualquier época de la historia, no solo ahora, emprender proyectos de gran trascendencia en el tiempo y en sus fines. Y más difícil aún es ser coherentes con ellos en el actuar diario como si el “hoy y ahora” fueran incompatibles con objetivos grandes que aguanten el paso del tiempo. De hecho, durante años hemos sido el país de las promesas: gente joven que empezaba destacando… y desaparecía sin más rastro que viejos titulares de prensa. Pasaba en el mundo del deporte y del espectáculo. Y sin saberlo casi nadie también en el de la ciencia y el de la empresa.

Durante muchas décadas del siglo XX fuimos un país de grandes promesas que nunca cuajaban. De hecho, cada diez o quince años inventábamos un nuevo motor que funcionaba con agua. La genialidad y el milagro se nos dan mejor que el esfuerzo continuado.

Esta racha secular pareció romperse, se rompió, con la Transición. Por fin se logró terminar con algo importante aplicando la cabeza y poniendo por delante la razón. Las dos Españas pareció que se fundían en una. Y no fue por olvido y enterramiento de la Guerra Civil. De hecho, probablemente no haya habido otra época en la que se hayan hecho más películas cuyo escenario, argumento y conflictos no estuvieran ambientados en la Guerra Civil; series documentales de televisión sobre el conflictos y sus protagonistas y no te digo libros y revistas de divulgación histórica (que hubo unas cuantas y con amplia difusión): estudios, memorias inéditas, artículos y reportajes… y tesis doctorales. Parecía que no había otro tema en las facultades de historia, políticas y comunicación.

Probablemente esa catarata de estudios en letra impresa y en imágenes propició una conclusión bastante firme: aquella guerra en medio de todos sus horrores fue sobre todo un error de dimensiones cósmicas. Propia de quiénes somos y cómo somos. Y desde luego un ejemplo de lo que no debiéramos ser ni hacer.

Y esa generación, que hoy tildan de maldita los que no han estudiado la guerra y se han limitado a versionar las historietas de abuelos contadas por los nietos a sus hijos y se creen que las guerras de verdad son como las cuentan las películas americanas, empezó a terminar cosas y a enseñar a sus hijos a hacerlo. La razón práctica triunfaba por una vez.

Lo paradójico es que la generación menos española en sus defectos (la de la Transición y sus hijos) ha generado otra tan castizamente emocional, tan fervientemente apasionada de lo efímero e intrascendente, tan alejada del orden mental y material (por supuesto con excepciones para que nadie se ofenda)… Nunca los nietos se parecieron tan poco a sus abuelos. No me extraña que quieran quitarnos de en medio cuanto antes.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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