El consumo interno da un alivio en este puente desaguado por la pandemia y por el frío. Se han visto a vascos, valencianos y riojanos por las calles de Segovia estos días: han sustituido a la gran mayoría de turistas madrileños que en estas fechas otros años copaba nuestra ciudad y nuestros pueblos; pero era muy complicado observar a un extranjero en las calles de la capital que no fueran los estudiantes de la IE University. Y ese es un déficit muy importante.
Una de las obligaciones futuras a las que se enfrenta el Gobierno español en los próximos meses es la de recuperar la imagen de España como destino turístico mundial. Es cierto que no es un fenómeno exclusivamente español la debacle turística. Hace unos días leía en el Financial Times un dato que me pareció escalofriante: 2020 terminará con 197 millones de puestos de trabajo menos y una caída de 4,7 billones de euros en la actividad turística mundial: o sea, la suma del PIB de España y de Alemania juntos. Pero claro, en nuestro país la economía es especialmente susceptible a todo lo que tenga que ver con el turismo, y en especial con un turismo como el internacional que lleva desde los años sesenta ayudando a equilibrar la balanza comercial española o –antes- la entrada de divisas.
Los datos del Instituto Nacional de Estadística son demoledores: la afluencia de visitantes extranjeros de enero a julio disminuyó un 72% respecto al mismo periodo del año pasado. Si se consolida esta caída al cierre del ejercicio, España habrá retrocedido hasta niveles de comienzos de los años ochenta. Veinte años, en esta suerte de cosas, sí son algo, y mucho, contraviniendo al tango. En estos veinte años, la oferta turística española ha conocido una mejora sustancial en su dotación y en sus servicios. Cadenas como Meliá, Riu, Barceló, Eurostars, NH, AC, Husa, han realizado un esfuerzo inversor muy sustancioso; y junto a ellas, empresas que no pertenecen a grandes grupos y que usted, como yo, puede ver en sus ciudades intentando jugarse el tipo todo el día y a todas las horas.
La verdad es que el futuro a corto plazo no parece halagüeño. Ni siquiera Canarias salvará su temporada alta que empieza ahora. El corredor turístico parece que no termina de salir, a diferencia de lo que ocurre con otros mercados de destino europeos. Meliá, Riu y Barceló han anunciado que incluirán a 10.000 de sus empleados en expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE). La pregunta es cuántos de esos terminarán, si las cosas no mejoran, en un ERE allá por el mes de febrero.
Hace unas semanas el Consejo Mundial de Viajes y Turismo diseñaba un plan de choque global para paliar la catástrofe y recuperar unos 100 millones de empleo en los próximos años. Fue presentado en el consejo de ministros de Turismo del G20 reunido en Arabia Saudí. Requiere una coordinación entre el sector público y el privado, lo cual es lógico y no aporta nada nuevo. Lo que sí es novedoso es la exigencia de homologaciones internacionales a la hora de abrir y cerrar fronteras, crear pasillos sanitarios o el establecimiento de protocolos comunes de higiene y salud. Recuerden el daño tremendo que ha supuesto para nuestra economía el cierre de fronteras en algunos países de Europa en el inicio de la temporada alta. Recuerden la mala imagen que ofreció España con sus controladores visuales en los aeropuertos, abriendo de par en par puertas que otros cerraban por la desconfianza ante la escasez de control sanitario. Recuerden las palabras del ministro de Consumo del Gobierno español calificando de obsoleto y generador de poco valor añadido al sector turístico. Y esto último es relevante puesto que a nuestro país, y a nuestro Gobierno, les correspondería, por la incidencia del sector en la economía nacional, liderar la estrategia internacional que establezca las nuevas bases -que cimente los nuevos pilares– para la recuperación de un segmento que es pieza angular en nuestra economía.
