En el último curso de Derecho estudiamos una asignatura que se llamaba Filosofía del Derecho, una especie de oxímoron pero que nos hacía reflexionar a los estudiantes de la carrera después de consumir derecho positivo por un tubo en los años precedentes. En la asignatura, repasábamos las distintas corrientes filosóficas en su acercamiento al hecho jurídico. Y entre ellas estaban los iusliberistas, unos divertidos autores que concebían al juez no como “la boca fría que pronuncia la palabra de la ley”, que decían los ilustrados, sino como aquel hombre versado en derecho que se deja llevar por su intuición jurídica a la hora de emitir un fallo. Ni que decir tiene que estos guasones tuvieron poco éxito, aunque su teoría no iba desencaminada en muchos aspectos. En los que ahora, no se asusten, no profundizaremos.
Alguien puede pensar que perviven seguidores de dicha escuela al ver dos decisiones tan diferentes como las del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y las de sus colegas de Castilla y León. Los primeros dieron un varapalo jurídico al Gobierno al no convalidar la orden que restringía los movimientos en la capital y otros municipios de la región. Los segundos han ratificado las restricciones impuestas en León y Palencia. ¿Por qué este cambio, esta distinta postura judicial? La respuesta es sencilla aunque requiera una posterior explicación: porque la Junta ha hecho bien las cosas y el Gobierno del Estado ha ido de sobrado.
Y ahora viene la explicación: en derecho, como en buena parte de la vida, la forma es también el fondo. Lo impone la seguridad jurídica de un Estado como el español, que es Social pero también de Derecho. Es nuestra máxima garantía, el máximo resguardo que puede tener un individuo que vive en una sociedad democrática: el imperio de la ley. Nuestro país en cuanto a garantismo va a la cabeza del mundo. Tiene sus consecuencias: retraso de la justicia, coste de los fedatarios… pero ello permite el establecimiento de un sistema justo y seguro, equiparable al mejor.
El caso es que la Junta de Castilla y León se ha amparado en una ley orgánica, la 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; el Gobierno, en el artículo 65 de una ley ordinaria, concebida además no para restringir derechos, como la orgánica, sino para la distribución administrativa de competencias. Lo hizo con criterios políticos, e incluso partidista, y le ha salido el tiro por la culata. Ahora, un real decreto ha dado cobertura a prácticamente las mismas medidas que la orden tumbada por el TSJ. ¿Qué ha pasado? Pues que la primera no tenía respaldo jurídico, y la segunda, sí. La forma también determina el fondo, y está bien que así sea. En una democracia madura el fin nunca justifica los medios.
La medida demuestra el fracaso estrepitoso de la política española. La responsabilidad se reparte entre la Comunidad de Madrid y el Gobierno nacional, pero no hay que olvidar que el artículo 149.1.16ª determina que la coordinación general de la sanidad es competencia del Estado, y que el presidente Sánchez se comprometió a modificar la ley 3/1986 en el mes de mayo, poco antes de decir que el virus había sido vencido. Afortunadamente, otras instituciones funcionan en España. Mal que les pese a algunos.
