El diálogo presupone que los intervinientes gozan de la misma proporción de razones para llegar a un acuerdo final. Se prostituye cuando uno de los dialogantes se atribuye una legitimidad superior en el punto de partida: una legitimidad concedida por un demiurgo capaz de determinar —y, lo que es peor, de otorgar a sus sumos pontífices— valores y conceptos superiores: llámese este demiurgo Dios, nación, pueblo o clase obrera. Cuando se anticipa el único objeto del debate y el fin que este debe tener, se destruye la naturaleza del propio diálogo.
Durante muchos años, la historia de España ha estado trufada de apriorismos morales que otorgaban una superioridad a los adictos o confesos; no es, ni mucho menos, fenómeno único de nuestro país. Tampoco que esa superioridad moral recaiga ahora en quienes se agarran a ella para sobresalir en una sociedad que hasta el momento le era hostil en sus valores.
Sin embargo, en la Transición, el objeto del diálogo, del consenso, era compartido por todos los participantes en él: la salvación de la democracia. ¿Y ahora? ¿Cuál es el objetivo común de quienes protagonizan la vida política española?
Todo parece sujeto a las leyes de la inestabilidad, desde la organización del Estado al propio Estado mismo. Ni siquiera hay posturas comunes ante la pandemia. Los discursos, las intenciones, son interesados —en ocasiones, mezquinos—, maniqueos, personalistas; se difuminan las zonas intermedias en donde la duda enriquece el pensamiento más que lo debilita; el infantilismo predomina en la simplicidad de los mensajes; no se intenta la comunicación con el contrario sino con el convencido; y se olvida a menudo un principio básico, el que debe configurar el único punto de partida de todo debate: la mejor manera para defender una democracia —que es la garante del diálogo continuo—, es defender las instituciones en las que ésta se materializa.
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