Toda la vida preparándonos para el día de mañana y resulta que cuando al fin llega, cae en lunes. Lunes con mascarilla. Sin vacaciones ni día de cobrar a la vista.
El COVID -la COVID recomienda la RAE si se sobreentiende el sustantivo tácito de enfermedad- era nuestro inesperado día de mañana. El que cambia los paradigmas, voltea el orden de prioridades y te hace entender que vivíamos en una sociedad feliz y saludable. Mejorable, pero feliz. Una sociedad a la que nos empeñamos en volver como quien añora los días azules de la infancia.
El Colegio de Sociólogos acaba de publicar una encuesta en la que solo el 15 % de los españoles cree que su vida será igual- hay almas que se sacan una oposición y se niegan a cambiar- pero el resto sabe, sabemos, que hay unos pocos cambios positivos y una mayoría negativos.
Lo bueno. En teoría, salimos con valores más humanos. Más solidarios. Menos egoístas. Me temo que esto es un sesgo cognitivo de duelo que dura el tiempo del luto.
Yendo a lo práctico, el teletrabajo puede ayudar al reto del cambio climático, descongestionado el tráfico y las grandes ciudades. No será rápido ni sencillo porque es contrario a la dinámica del capitalismo en el que las máquinas no pueden parar. Si se detiene, se oxida. Tenemos la oportunidad de blindar la sanidad pública. Será complicado porque la crisis económica traerá recortes pero parece que habrá consenso. Apostar definitivamente por la investigación y la innovación. Parece que habrá acuerdo. El mismo de que no hay manta para tapar todo. Por fin hemos escarmentado en asumir que la ciencia es la respuesta para las preguntas que esta peste nos ha cambiado. “Un país donde reine la ciencia, con la ayuda de Dios”, dijo Abascal en la tribuna del Congreso en una versión posmoderna del “viva la muerte”. La ciencia tiene poca rentabilidad inmediata y demasiadas barreras. Históricas, administrativas y culturales.
Vamos con lo malo. El sesgo cognitivo del miedo nos hace anteponer seguridad a libertad. Rompemos el virtuoso equilibrio que ha creado las mejores sociedades. Poder hacer lo que queramos. O casi.
Esto acompañado de la incertidumbre y la desconfianza significa que la política será revisada y los nacionalismos saldrán reforzados. Y también su amante, los populismos. Desde mi punto de vista el problema no es la política ni la clase política sino algunos desgastes de materiales, como la incapacidad de los partidos para ser una herramienta útil de promoción de líderes y gestores solventes a través de mecanismos de democracia interna. Además del exceso de presencia de la política tradicional en ámbitos donde deberían estar en el sector profesional privado y la sociedad civil. La derecha debería evitar la tentación de disparar al piloto mientras aterriza el avión y la izquierda esquivar el atajo identitario y sectario. Esta política binaria, frentista, adolescente, solo favorece a la anti política. A los que quieren conducir mirando por el retrovisor de la izquierda o la derecha. Esto conllevaría encerrarse políticamente cada uno en su país para salir de una crisis global antes que los demás. Es un error muy humano. Lo hemos visto antes.
La COVID será un nuevo factor de desigualdad. Afecta más a rentas y perfiles profesionales bajos. Menos espacio, menos posibilidad de teletrabajo, menos adaptación, menos nuevas oportunidades, peor información. Seremos seguro más clasistas. Nos juntaremos más entre iguales. Se acabó bailar con extraños en la plaza del pueblo. Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el avaro a sus divisas.
Todos salimos tocados de esta ficción dramáticamente real que nos ha recordado que vivíamos en una tranquila tarde de domingo, pero hay que ponerse a trabajar. La pulsión de confrontar es tan inherente al ser humano como la de cooperar. Reconstruirnos emocionalmente para reconstruir una nueva sociedad y una política con más democracia. No hay tiempo para añoranzas, debates ficticios o ajustes de cuentas. Hay todo un lunes por delante lleno de tareas pendientes.
Gonzalo Vázquez es sociólogo.