Hoy sacamos en este periódico que la demanda de alimentos en Cáritas durante el periodo de la crisis sanitaria y económica producida por la pandemia ha crecido un 30% con respecto al mismo periodo del año precedente. Un nuevo dato que viene a unirse a los que ya conocíamos sobre los índices de pobreza en España y que nos distancia de la imagen de país moderno y de economía asentada propia del Primer Mundo.
Ante la pobreza el ser humano ha mantenido a lo largo de la historia una postura ambivalente. Con la persona desamparada se han adoptado de siempre obras de misericordia y de caridad, pero desde el punto de vista socio económico la pobreza ha tenido una suerte de rechazo que se remonta al inicio de la civilización. En la “Parábola de los talentos” (Mateo 13.12), se dice: “a todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. Como tal parábola su enseñanza es de una claridad meridiana, desarrollando la idea de que los dones entregados de manera gratuita por Dios tienen que poseer un rendimiento, dar sus frutos, castigando a quienes los administran de manera negligente, que se verán abocados a la pobreza.
Los calvinistas dieron un paso más allá y casaron la gracia divina de los escogidos con la riqueza material. La fortuna en los negocios era muestra inequívoca de haber sido elegido el afortunado por Dios y de haber sabido rentabilizar los dones por Él otorgados mediante una laboriosidad diligente. Los escorias humanos no solo no gozaban del beneplácito divino sino que por lo general tampoco se lo ganaban con una conducta ociosa y las más de las veces depravada. Ese concepto ha impregnado con generalidad la sociedad en la que vivimos. Se admite mejor al emigrante rico que al pobre, y en un rincón de la mente humana sigue latiendo la asociación pobre o parado con vago o inútil.
Algunos creen haber descubierto el Grial con la aprobación del Ingreso Mínimo Vital. Ya comentamos la existencia desde principios de los años noventa de un sistema de renta básica, aunque fuera con defectos y limitado alcance, en muchas de nuestras Comunidades Autónomas. Poca historia deben de conocer quienes sacan pecho hoy como padres de la nueva medida. En Inglaterra existía durante el Medievo –siglo V al XV- el “Poor Laws”, un sistema de ayudas a los pobres que en los albores del siglo XIX se había convertido ya en un “Impuesto de asistencia” que recaía sobre el consumidor de bienes, los beneficios del capital y la renta de la tierra. Como ocurre ahora con el IMV, el sistema tenía sus detractores, que creían que fomentaba la vagancia y además suponía un deshonor para los receptores. En su libro “Principios de economía política y tributación”, David Ricardo asume esta teoría y con cierta ingenuidad propugna “hacer hincapié ante los pobres en el valor de la independencia, enseñándoles que no deben contar para ganarse la vida con la caridad sistemática o eventual sino con sus propios esfuerzos, y que la prudencia y la previsión no son virtudes innecesarias ni inconvenientes; nos acercaremos (así) poco a poco a un estado más sólido y sano”.
Es una insensatez desconocer que las convicciones, los prejuicios y las dudas tienen un recorrido temporal largo. Me temo que pobres los habrá siempre; la cuestión estriba en la cantidad que una sociedad moderna puede asumir y en la consideración moral que merecen. Crisis como la actual enseñan que la pobreza puede estar a la vuelta de la esquina de nuestro barrio o parapetada con nombre conocido en el listín de nuestro móvil. Es el signo de los tiempos. Atrás quedó, por inexacta, la frase de García Márquez: “si la mierda tuviera algún valor, los pobres nacerían sin culo”.
