Cuando en la vida uno tiene la disyuntiva entre elegir dos opciones —digamos— comerciales, uno de los criterios de elección no baladí es la antigüedad de la empresa: no es lo mismo iniciar un trato con una sociedad que tiene 10 años, que con otra que tiene 100. Ante una eventual crisis, la segunda tendrá más posibilidades de superarla, básicamente porque ya ha superado otras, mientras que la primera tiene que demostrarlo. Por lo tanto, partimos de que existe una cierta prevención a lo nuevo, a lo que todavía no ha demostrado su capacidad de supervivencia. La experiencia es un grado.
En los regímenes democráticos sucede lo mismo, por lo que es más probable que la democracia, pongamos, británica, aguante mejor ciertos embates autoritarios que la democracia turca, alemana o española donde a lo largo de la historia las experiencias liberales han sido interrumpidas con más entusiasmo.
La mayoría de los sistemas políticos tienen una vida limitada y en el caso de las democracias la tasa de mortalidad infantil es relativamente alta, con una esperanza de vida de alrededor de unos treinta y dos años. Aquellas que consiguen superar este umbral, en muchos casos es gracias al convencimiento de los ciudadanos en el sistema, sabiendo distinguir entre malos gestores y las instituciones que conforman el Estado: si un gobierno es ineficaz, el régimen nos sigue pareciendo el marco de convivencia y sistema eficaz de alternancia.
Para tener una buena salud democrática, es recomendable una buena gestión por parte del gobierno, basada, ya nos lo decía Weber, en la legitimidad, pero también en la eficacia y en la efectividad de las decisiones. La primera entendida como capacidad de resolver los problemas y encontrar soluciones adecuadas en función de un análisis de costes y beneficios, y la segunda como el resultado de las decisiones aplicadas (una buena ley, pero inaplicable puede hacer disminuir la reputación y autoridad del gobierno).
Tanto los regímenes legítimos como ilegítimos tienen crisis de eficacia. Por lo general los regímenes legítimos tienen mayores recursos para enfrentarse a las crisis de eficacia que los ilegítimos. Entre otras cosas porque utilizan en mayor medida criterios de mérito y capacidad para elegir a los gestores públicos, aunque también porque la alternancia permite dar paso a nuevos administradores. Pero como decía el profesor Linz citando la teoría de sistemas de Parsons, una crisis de eficacia puede transformar la legitimidad: al igual que los bancos crean riqueza a través del dinero que otorgan a los prestatarios, los votantes otorgamos confianza al gobernante, que lo convierte en poder. Al igual que el banco crea riqueza la confianza crea poder. Por ello la confianza en el gobernante funciona como un crédito otorgado por sus votantes, y aquel deberá hacer un uso prudente de la confianza recibida. Si tiene mucha, se puede permitir algún desliz, pero ¡hay amigo si le queda poca!
Los regímenes democráticos —como el comercio o el matrimonio— están basados en la confianza, y por tanto se espera del gobernante que al recibirla no la use de forma tiránica, ni para latrocinios, ni coloque a sus amigos o familiares o beneficie a grupos de interés. Tampoco que vacíe la democracia de su esencia.
Desde que los españoles recuperamos nuestras libertades allá por la Transición, hemos aceptado, todas las alternancias de poder de manera modélica, siempre en la creencia del respeto de unos procedimientos y un orden legal, así como un “sistema de garantías mutuo” que respalda un “fair play” basado en la tolerancia, la proporcionalidad y el respeto a la participación política del adversario. Este sistema de garantías protege a la oposición del gobierno, y viceversa: se permite a los partidos de la oposición ejercer su labor a cambio de que esta no haga la revolución y permita al gobierno la ejecución de las leyes que promulga.
En todas las sociedades existen elementos autoexcluidos del sistema, que no creen en él y que por lo tanto no quieren participar en él, miembros de minorías toleradas a las que se respetan sus derechos. Una de las mayores tragedias de las democracias y causa de su defunción se produce cuando los que no creen en ella están al mando de la nación. Se produce entonces una quiebra del sistema de garantías, y se pone en manos de aquellos que abominan del régimen los mecanismos para modificarlo a través por ejemplo de la exención del control parlamentario, el caudillismo plebiscitario, la ausencia de debate en el seno de los partidos, la deshumanización del contrincante político, la creación de grupos políticos violentos, el cese de funcionarios que velan por el cumplimiento de la norma, el amedrentamiento de periodistas o jueces, el uso de las fuerzas del orden para restringir y controlar las libertades individuales, así como el desprestigio de las instituciones y su vaciamiento por solo nombrar algunos métodos.
El jurista alemán Maximilian Steinbeis haciendo de abogado del diablo ha presentado un trabajo identificando los artículos de la Constitución de su país que debidamente modificados con una mayoría parlamentaria y con relativa facilidad podrían variar y mutar el sentido de la propia Carta Magna. El resultado es sobrecogedor porque demuestra que toda la arquitectura política sobre la que están basados los regímenes liberal demócratas desde la Segunda Guerra Mundial, son más frágiles de lo que parecen, y con un leve maquillaje causado por, como decía Vázquez-Montalbán una correlación de debilidades, su transformación puede ser significativa. Como dice el escritor, filósofo y director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos, el francés Fabrice Hadjadj en su libro “La suerte de haber nacido en nuestro tiempo”, en épocas de crisis, los valores entendidos se desvanecen y nos vemos obligados a recordarlos y expresarlos en alto.
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(*) Director de la Fundación Transición Española.
