Podrán ustedes creerme, pero las principales reglas económicas las he aprendido en mi vida cotidiana; no en la carrera, ni en el posgrado ni en el máster; ni siquiera en 25 años de ejercicio como gerente. Les cuento. Cuando tenía nueve años, mi tía Rita poseía una enorme morera, pero yo no tenía gusanos de seda que alimentar; mi amigo Faluco, sin embargo, tenía muchos gusanos, pero no una tía con morera. Llegamos al acuerdo de que yo le proporcionaría hojas de morera y él me daría gusanos. Fue un negocio proporcional y los dos terminamos contentos. 50 años después seguimos siendo amigos. Al poco, los gusanos sufrieron en mi ciudad una enfermedad general que no sabría explicar. Pero salvé bastantes huevos, de los que salieron gusanitos. Tenía entonces los bichos y también las hojas. Mi negocio era completo y casi en régimen de monopolio. Acordé con Carlitos Espinosa la venta de un pack de gusanos y morera por un precio que entonces era una fortuna: 700 pesetas. Mi padre se enteró y frustró el negocio: la imposición del precio iba en contra de la moral y de las buenas costumbres que se debían seguir en una relación contractual, me dijo. Algo añadió sobre abuso de posición dominante, cosa que no entendí entonces, pero que ahora comprendo de manera clara cuando la necesidad me hace negociar unos créditos avalados. Aprecio lo bien que hizo mi padre como autoridad veladora de las buenas prácticas.
La verdad es que estaba lanzado en esto del comercio a pesar de mi corta edad. A los niños de Málaga nos encantaba la caña de azúcar —cañadú, decíamos— que crecía en la Axarquía. Un vendedor ambulante, llamado Manolo, nos la proporcionaba junto al regaliz de palo —palodú: ya lo sé, no éramos muy imaginativos poniendo nombres— y un artefacto de madera hueca con el que bombardeábamos al vecino utilizando como munición bayas de eucaliptos. Cada trozo de cañadú nos costaba 1 peseta. De cada planta salían unos cinco trozos, que coincidían con sus nudos exteriores. Un día, un amigo me ofreció un negocio. Por un duro, un conocido de Vélez-Málaga, capital de la Axarquía, nos traía diez cañas a cada uno. El negocio gozaba por lo tanto de una rentabilidad fantástica: un 900%, ni más ni menos. Rápidamente acepté el trato. Entregué el duro pero las cañas nunca vinieron. Desde entonces huyo de los grandes chollos. Si una inversión ofrece una rentabilidad extraordinaria es porque también posee un riesgo extraordinario.
La penúltima lección me la proporcionó mi padre: después de una discusión política muy fuerte, me suprimió la propina mensual, que por cierto era generosa. Y no me echó de casa de puro milagro. Salía entonces con una chica que me gustaba mucho y no quería perder el tren de vida. Estaba en cuarto de carrera y me busqué la vida dando clases de Derecho Natural a los de primero; era una asignatura difícil —no me negarán que juntar lo filosófico con lo jurídico tiene su miga—, y la verdad es que en poco tiempo tuve una bonita clientela. Ganaba el doble de lo que mi progenitor me daba al mes. Lamenté no haber tenido la discusión con él dos años antes. El dinero seguro había hecho que me adocenara un buen tiempo en vez de escudriñar nichos de negocio.
Con mi padre hice las paces pasado el tiempo. Incluso me ayudó en unos momentos de apuro al nacer el tercer hijo. Nos pilló endeudados a mi mujer y a mí, y el banco nos clavaba cerca de un 9% de interés por un crédito, y encima nos exigía garantías complementarias. Cuando años después tuvimos una época buena, decidimos amortizar parte del endeudamiento por si alguna vez volvían las vacas flacas, y ahorrar. Mi padre ya había muerto.
Es lo que sé de economía.
