Necesitamos una Svetlana Alexiévich del COVID. Y da igual que no gane por eso el premio Nobel: “Si hubiéramos vencido a Chernóbil, lo habríamos entendido hasta el final y habríamos escrito más sobre él. En cambio seguimos viviendo en un mundo cuando nuestra conciencia habita en otro. La realidad resbala sobre nosotros y no tiene cabida en el hombre.”
Y en eso estamos con el COVID: no es que no lo hayamos entendido hasta el final. Es peor: la sensación es que cada vez sabemos menos seguro sobre él. No solo del bicho; sino de lo que nos ha hecho y nos está haciendo. Porque este virus está cambiando y cambiará nuestras vidas hasta unos extremos inimaginables.
La comparación con Chernóbil es buena. Primero, porque en ninguno de los dos casos sabemos quienes fueron verdaderos los culpables del desastre. Por el camino que vamos tampoco parece probable que lo vayamos a saber alguna vez, al menos esta generación. Desde luego aceptar la teoría del murciélago y del mercado húmedo equivaldría a explicar la independencia cubana por el comercio de rosas (¿a que tampoco lo entienden?). Pero, tanto en Chernóbil como aquí seguro que alguien no cumplió con su obligación.
La segunda semejanza es que las víctimas son inocentes en todos los sentidos. Sus desgracias no son consecuencia de algo que hayan hecho o dejado de hacer: uno de cada 5 bielorrusos vive en territorio contaminado con radionúclidos, en tal proporción que en las regiones más afectadas la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20%. Y eso son personas muertas, nacidas con discapacidades, con cáncer, con disfunciones neuropsicológicas, con mutaciones genéticas… El asunto es ¿qué nos espera a nosotros en la nueva normalidad? Y sobre todo: ¿Qué culpa tenían los bielorrusos que vivían allí? Y, en paralelo: ¿Qué culpa tenían nuestros muertos de aquí de morir como muchos han muerto?
Una tercera semejanza: en ambos casos hay héroes. Gentes que asumieron su deber son sencillez; porque sabían cual era su obligación y en qué consistía su profesión. Y no se escaquearon. En ambos casos los políticos tardaron mucho en llegar a los lugares de peligro y aparecieron vestidos de astronautas. A su alrededor los cumplidores de su deber les decían con su normalidad que ni eran tan importantes allí, ni hacía falta que se protegieran tanto, porque quizá tampoco eran tan necesarios en general.
En cuarto lugar están los días, los tiempos, de después. No nos engañemos. Nuestra normalidad, a la que estamos acostumbrados, ha desaparecido. Esta idea es lo más importante de la comparación con Chernóbil: ¿en qué consiste la nueva normalidad de Chernóbil? ¿Quién vive allí?¿Quien vive en 200 kilómetros a la redonda? En medio de aquel caos que siguió a los primeros días, a los traslados de la población a otros puntos suficientemente lejanos ¿qué normalidad han recobrado los afectados, los más directamente afectados?¿Cual será esa “nueva normalidad”?
Y luego vienen las dudas que sugieren los paralelismos. Porque pensamos en términos que dentro de muy poco carecerán de sentido. Probablemente ya no valen ni nuestra lógica ni nuestros supuestos. Las gentes que aún piensan en como reconstruir el mundo de anteayer, que está tan seriamente tocado, probablemente se estén equivocando y sus decisiones inválidas estropeen aún más las cosas . ¿Qué significará dentro de un año “ayuda económica de Europa”?¿En una intervención radical?¿En qué se concretará la seguridad de los más vulnerables en un mundo lleno de vulnerados gravemente? ¿Qué recursos tendrá un estado y en qué los empleará? ¿hacia dónde huirán nuestros cerebros, incluso los simplemente más capaces?. No son teorías catastrofistas: ¿qué hay de todo eso en las “cercanías” de Chernóbil?
En fin: vivimos mentalmente en un mundo que está desapareciendo. Trabajamos con lógicas de antes, como si no hubiera pasado nada. Y ha pasado. Está pasando. Y seguimos ilusionados con un mundo que ya ha desaparecido: sólo le queda la carcasa. A lo mejor merece la pena que leamos “Voces de Chernóbil”. Quizá entonces alguien pueda entender de verdad el mundo después del COVID, se ponga a escribirlo y podamos prepararnos para vivir sin normalidad.
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(*) Catedrático de Universidad.
