Si existe alguna palabra verdaderamente mágica, esa es “mamá”. Su magia proviene de la época en la que todo estaba por aprenderse y cualquier cosa podía ser amenazante, atrayente, divertida y peligrosa a la vez. Cuando si se gritaba “mamá” en la noche, las sombras comenzaban a retroceder; si se pronunciaba entre lloros, sanaba las heridas y si se susurraba en su regazo, el abrazo era más calentito.
Con el crecer, se olvida la magia. Se usa menos la palabra y en público se cambia por “madre” o se le trastoca el acento con deje bromista: “la mama”. ¿Será una cuestión de vergüenza, de miedo a mostrar vulnerabilidad o convencimiento de que ya no se necesita a mamá? A fuerza de no utilizar la palabra con el tono adecuado olvidamos su fuerza y su poder… Y con todo, ellas siguen ahí, pendientes del devenir de sus vástagos, de su felicidad o de si necesitan ayuda. A veces, sin darnos cuenta volvemos a invocarlas de verdad y se produce ese milagro de confianza, sosiego y amor sin límites. Y es que, cuando se pronuncia “mamá” de verdad, el reloj se detiene o retrocede a ese tiempo en el que un abrazo, una caricia o una mirada nos llenaban de felicidad y seguridad.
Nos empeñamos en olvidar el ritmo, la cadencia, la pronunciación exacta para el sortilegio, porque tenemos que demostrarnos que hemos crecido, que somos fuertes, que incluso somos ahora quienes respondemos a “mamá” –o “papá”–, que no necesitamos ese talismán que tuvimos en la infancia. Pero lo necesitamos, aunque no lo utilicemos. Necesitamos esa existencia de nuestras mamás, ese amor incondicional que lo podía todo y todavía hoy lo puede, aunque ellas ya no estén presentes. Puede que leyendo esto, querido lector, sientas el dolor de su pérdida; no sé cómo consolarte, solo sé que se añora lo que se ama y que tu amor es tan grande como lo fue el suyo, incondicional, mágico y para siempre.
