Julio César solo entraba en combate cuando los augurios eran buenos. Gracias a eso conquistó más de 800 ciudades, sometió a unos 300 pueblos y derrotó a 3 millones de enemigos. Viajaba con un equipo de arúspices que formaba parte de su estado mayor. Los centuriones tenían fe ciega en ellos, y encaraban la batalla con un buen ánimo. César, en cambio, los despreciaba. No creía en su capacidad predictiva. Simplemente, los compraba. Cuando estaba dispuesto para entrar en combate ellos profetizaban grandes victorias. Y cuando tocaba la reorganización, los augures consultaban a los hados, que recomendaban prudencia.
Quizá la comparación sea exagerada, pero muchas veces las predicciones de los organismos supranacionales y estatales parecen tener la misma fiabilidad que la de los augures de hace 2000 años, y los comentaristas y público en general nos asimilamos a los confiados centuriones y milites romanos. Quizá sea este su objetivo y a ellas debamos atenernos. Pero con las precauciones debidas.
En un mismo mes —abril— la magnitud de la recesión ha cambiado según el predictor. Ayer, el Gobierno presentó la suya para el escenario macroeconómico 2020-2021. En el primer año, la caída estimada del PIB real será del 9,2% —la mayor de la serie histórica—, mientras que en el 2021 la tasa de crecimiento se colocaría en el 6,8%; es decir, nos queda un trecho para retornar a números anteriores a la pandemia. Puede que la previsión del Ejecutivo sea realista, y que, con las limitaciones que dije al principio, resulte más creíble, por ejemplo, que la del FMI —8%—.
Pero dentro del escenario dibujado hay dos índices que me despiertan tanto la atención como la preocupación: el batacazo que se prevé en la formación bruta de capital (inversiones de las empresas), con una caída en el año 2020 del 25,5%, y el desplome de las exportaciones, el 31%. Mal augurio ambos dos para nuestra estructura productiva y el superávit de la balanza por cuenta corriente. El Gobierno sigue confiando en el consumo público más que en el privado —que descendería con respecto al año precedente cerca del 9%— pero no en dosis suficiente para la reactivación de la economía. Hay que tener en cuenta que mientras los programas anticrisis en Francia han alcanzado el 22% del PIB nacional y en Alemania el 60%, en España no suben del 12%; una cifra exigua. Seguimos insistiendo en que pareciera que se prime más el establecimiento de escudos sociales —lo que marca la diferencia respecto a las medidas adoptadas tras la Gran Recesión del 2008— que el incentivo a nuestro tejido productivo. La línea de avales no está dando los resultados apetecidos. La vicepresidenta Calviño anunció ayer que está estudiando la puesta en marcha del tercer tramo de 20.000 millones, pero bien haría en solicitar un informe sobre la actitud de algunos bancos —me reprimo el gusto de concretar y de citarlos…, por el momento— en la ejecución de la medida estrella de ayuda a la empresa. Es hora, además, y aprovechando la relajación de las restricciones “de mínimis” de la UE, de que las Comunidades Autónomas y el propio Estado pongan en circulación subvenciones a la formación bruta de capital al estilo de las que estuvieron vigentes entre 1987 y 1995, cuando España tuvo que hacer frente a la reconversión de la industria nacional, y en especial de los sectores del metal, la pesca y el textil.
Alarma produce también la previsión de déficit estatal del 10,34%. Y por eso me han extrañado los anuncios de la no creación de nuevas figuras impositivas ni de aumento de tipos —pienso en el IVA—, fuera de las ya en tramitación en las Cortes, y la no reducción del sueldo de los funcionarios. Todo ello, supongo, no poseerá el valor de augurio sino de compromiso político.
