Quienes hemos sido indio pero también vaquero –es decir, aquellos que en la más de las veces hemos conformado la extensa gama de administrados aunque, en algún momento de nuestra vida, hemos trabajado en la Administración- sabemos lo difícil que es legislar. Y más, como en estas circunstancias, al albur de las contingencias. Y más cuando estas te cogen con el pie cambiado y te trastoca cualquier previsión. Y aún más, en fin, cuando concurres con compañeros de mesa que tienen una distinta manera de concebir la cosa pública y sus objetivos. Es lo que le ha pasado, le pasa y me temo que le seguirá pasando a este Gobierno, ahora mismo depositario absoluto no solo de la iniciativa política, sino también de la legislativa. El maestro Eduardo García de Enterría decía que lo único que no puede permitirse un Gobierno es atentar contra la seguridad jurídica de los administrados, pues eso supone ir en contra de la propia naturaleza de la normativa jurídica. La norma lo que pretende es racionalizar el caos; no debe por lo tanto inducir a más caos. Y en algunos casos es lo que está pasando. No quiero pensar en la avalancha de demandas o recursos que se pueden plantear en el futuro en las jurisdicciones administrativa y social ahora que los plazos están suspendidos y la actividad judicial, salvo la penal, paralizada.
Con toda probabilidad, los historiadores del Derecho calificarán esta época como la de la rectificación continua, la de la profusión normativa –incluso quienes estamos acostumbrados a bucear en textos nos ahogamos en ellos- y la del reconocimiento de derechos individuales cuyo cumplimiento recae en espaldas de terceros, que no son otros que las empresas, a las que se deriva su satisfacción. Este último caso es significativo, porque parece que más que resolver situaciones complicadas en su origen se prefiera atender a las consecuencias personales que de ellas se derivan. O que en vez de atajar el problema se opte por trasladar al mercado su resolución. Vean un ejemplo en las necesidades de liquidez y solvencia de las empresas. No se ha lanzado un conjunto de medidas que fomente la liquidez directa –aportaciones reintegrables a través de las entidades de carácter público, que las hay- sino que se ha dejado al albur de quienes el año pasado, bancos, consiguieron 13.500 millones de beneficios –y los pequeños accionistas nos alegramos- y ahora están escatimando las concesiones o aplazando su adjudicación; y en lugar de aquilatar la solvencia de las sociedades con subvenciones a la formación bruta de capital o con créditos participativos o fomentando el capital-riesgo o con “instrumentos similares al capital” –que supone una transferencia que se residencia en los Recursos Propios de la Sociedad y que está ligada a la obligación de pagar un recargo en futuros impuestos sobre sociedades– se ha apostado todo al monoproducto del aval.
Y vamos con la inseguridad jurídica. Ayer hablábamos de la regulación de los ERTE. Desde el miércoles, las empresas que en su día no se pudieron acoger a la causa de fuerza mayor, ahora sí lo pueden hacer para secciones internas que habían visto reducido su volumen de trabajo. ¿Tiene carácter retroactivo la ley como norma más favorable? ¿Cómo y cuándo se resolverán los recursos por la denegación en su momento de esa fuerza mayor? ¿Las acogidas a la suspensión o reducción por causa productiva o económica tendrán que deshacer el ERTE actual para obtener sus beneficios? Y lo porvenir en nada es alentador. Veremos cómo se organiza la desescalada. Me imagino que va a ser también un lío, porque como decía Aristóteles en su “Ética a Nicómaco” “lo que debimos aprender antes de actuar lo estamos aprendiendo actuando”.
