El confinamiento no está reñido con el deporte. Aunque vivas en un piso pequeño, dispongas de un balcón con tiestos y de una terraza en el que dos armarios ocupan el espacio.
El lunes es para el ‘Bádminton de pasillo’. Adaptado, claro, que el oponente tiene seis años – casi siete – y una coordinación óculo manual mejorable. Las muescas de raquetazos en las paredes quedan como secuelas visibles de los tiempos del coronavirus.
El ‘Juicio por combate’ es el martes. Se trata de una refriega barriobajera, pero con cosquillas. Importante practicarlo con la cama desecha – o en blando al menos – porque a las secuelas físicas se unirá el desgaste de recomponer sábanas, edredón, y la frase “La cama no es para hacer el burro”, resonará en tu cabeza – y en la del rival – un tiempo.
Nunca me gustaron los miércoles, y desde que subí del trastero la bicicleta estática – qué paliza – los odio. Un potro de tortura, pero con relojes. El temporizador no corre, y el suma kilómetros no avanza; los pedales hacen ruido y además me pilla siempre a las ocho de la tarde con lo que, al aplaudir la tarea de los sanitarios, el esfuerzo es doble.
Hasta que llegó el Stepper, la tortura de los jueves era subir y bajar las escaleras hasta el portal. Ahora lo hago sin moverme, y es peligroso porque te balanceas hacia delante y detrás con riesgo de caerte. Sin problema, solo hacen falta tres sesiones para dominarlo.
Los viernes ‘toca’ la carrera de obstáculos en el cuarto del pequeño de la casa con lanzamientos a una canasta de esas que cuelgas en una puerta. Otra paliza.
El sábado es el turno del “Quidditch doméstico”, o limpieza general a lomos de un aspirador sin cable de los que enchufas cada cinco minutos porque la batería no funciona bien. El domingo… descansó, que diría el evangelista.
Y como la báscula sigue empeñada en ofenderme cruelmente, creo muy necesaria la práctica deportiva durante el confinamiento. Así es como volveremos todos más fuertes después de doblegar al bicho.
