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Villalar y el cardenal Adriano de Utrech

por Redacción
19 de abril de 2020
Mausoleo de mármol de Adriano.

Mausoleo de mármol de Adriano.

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Cada 23 de abril, Villalar se convierte en el emblema de Castilla y León, porque, año tras año, los gobernantes de la comunidad autónoma convocan allí a los castellanos y leoneses que creen en su identidad y quieren afianzarla y extenderla, a los que quieran protestar por la decadencia de estas tierras, a los políticos que necesitan hacerse ver para que los ciudadanos que les han votado tengan noticia de ellos. La fiesta de Villalar nace en un contexto muy concreto de exaltación de una ‘gesta’ en la que, los que se habían levantado contra los intereses del emperador Carlos V y sus hombres de confianza, fueron arrollados en la última escaramuza, junto al puente de hierro, y sus jefes decapitados en la plaza del pueblo.

Los Comuneros, después de la derrota, cayeron en un cierto olvido, hasta que el romanticismo empezó a construir unas figuras, tanto desde el punto de vista legendario como artístico, que los progresistas tomaron como mito de fundación, espíritu de rebeldía de los castellanos contra la injusticia y la injerencia extranjera. El mito no fue desmentido por la dictadura del Generalísimo, y así se puede ver en películas como ‘La Leona de Castilla’, porque era útil para adular al “espíritu castellano”. A la muerte del dictador, los de esta amplia tierra que quedó sin señas de identidad cuando todos los demás optaron por su autonomía, tuvo que buscar una fecha de celebración, en la que poder ejercer ritos festivos de creación, reconstrucción y evolución de un sentimiento de pertenencia a la comunidad autónoma. Había una fecha, que en otros momentos de la historia o en otros contextos hubiese sido lógica, la fiesta de San Fernando Rey, bajo cuyo gobierno se unieron los reinos de Castilla y León, pero claro, en este momento pesaba mucho el que a este rey le habían nombrado patrono del Frente de Juventudes, y en su fiesta se cantaba aquello de “Por la patria el pan y la justicia/ abanderado de la cristiandad/ marchan los tercios falangistas/ a la luz de tu espada capitán”. Tenía mucho tufo franquista, y ahora lo que se quería eran discursos de renovación. No voy a hablar de la génesis y evolución de la fiesta de Villalar, porque son cosas muy serias que no se han estudiado y deben hacerse con todo el rigor antropológico posible. Sólo quiero señalar que una de las claves que legitiman esta fiesta y el teórico ardor reivindicativo de la misma se basa en la última recreación idealizada, del conocido poema de Los Comuneros, una bella composición literaria revalorizada con la musicalización, y popularizada por la garra interpretativa del grupo Segoviano Nuevo Mester, compuesta sobre tonadas tradicionales recogidas en parte de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, que se ha convertido en el himno oficioso de Castilla y León.

En esta nueva recreación se resalta la figura del Cardenal Adriano de Utrech como el malo de la película, y en realidad no lo fue tanto. La historiografía seria habla de él como una figura ecuánime que intentó poner orden y aplacar a los disidentes contra su mentor, e incluso frenó los excesos que otros españoles, los nobles que ganaron la contienda, cometieron contra las familias y bienes de los ajusticiados. Intentó reformar los abusos del clero, canónigos toledanos incluidos, e incluso se las tuvo con el mismísimo emperador en el conflicto que se creó cuando el obispo Acuña murió violentamente.

El cardenal Adriano fue regente de Carlos V cuando éste marchó a Alemania para hacerse coronar emperador. Venía, como es de sobra conocido, encabezando el séquito de flamencos de Carlos el de Gante, a prestar servicio al rey, y de paso a lucrarse de los bienes y prebendas que éste había ofrecido a los suyos. Tenía buena preparación académica porque se había formado en Lovaina, de cuya universidad fue más tarde canciller, y donde fundó un colegio para estudiantes con su nombre. El emperador Maximiliano de Austria vio en él a la persona idónea para educar a su nieto, y por eso le nombró preceptor del futuro emperador Carlos. Cuando fue nombrado embajador ante la corte de Fernando el Católico éste le dio el obispado de Tortosa. Su carrera eclesiástica fue relevante, porque León X le nombró cardenal con el título de S. Giovanni e Paolo. En España además de regente, fue Inquisidor General. Fue elegido Papa en el cónclave que se reunió el 27 de septiembre de 1521, a la muerte de León X. A dicho cónclave asistieron 39 cardenales, pero, en principio, no todos estaban de acuerdo en su elección. Su triunfo se debió al empeño del cardenal Julio de Medici e Gaetani, que por cierto le sucedió en el solio pontificio con el nombre de Clemente VII, pero con la oposición frontal y encarnizada del cardenal Franciotto Orsini. Nada nuevo en la Iglesia de aquel tiempo donde estos cónclaves estaban presididos por la ambición de las familias nobles romanas, interesadas en controlar el poder de la Iglesia a través de sus vicarios. Los defensores de su causa argumentaban que, dada la amistad, y sobre todo la influencia que tenía o parecía tener sobre el emperador, sería útil para la política universal vaticana, y gracias a su probada capacidad política y conocimiento de primera mano de la problemática del Sacro Imperio, podía colaborar en la solución del cisma causado por Martín Lutero y, de paso, conseguir la vuelta de éste al redil de la Santa Iglesia Romana.

Los contrarios a su elección se apoyaban en el pueblo de Roma, a quien no agradaba de ninguna manera la elección de un extranjero. Los Orsini habían hecho circular por Roma el rumor de que el nuevo papa o bien permanecería en España con sus negocios imperiales o, quizás, aún peor, intentaría trasladar aquí la sede pontificia. Y nada irritaba más a la plebe romana que el recuerdo de Avignon. Por eso, cuando los cardenales salieron del cónclave fueron abroncados por una multitud, que los contrarios habían conseguido reunir a las puertas del palacio, para amedrentar a los electores.

Adriano recibió la noticia de su nombramiento estando en Vitoria, y se tomó su tiempo para deliberar, incluso se permitió pedir consejo a varias personas de su círculo porque no parecía interesarle mucho la tiara. Finalmente aceptó el nombramiento, y partió para Roma el 8 de julio de 1522 con un numeroso séquito de prelados, cortesanos y cuatro mil soldados. No es que no hubiese guardia pontificia en Roma, pero allí nadie se fiaba de nadie. Cada uno tenía que defender su territorio incluso de los “amigos” del Vaticano. A su llegada hizo todo lo posible por caer bien a los romanos, llamando como hombres de confianza a cardenales queridos por el pueblo, pero sin éxito. A pesar de los esfuerzos que hizo por corregir los abusos de las indulgencias, que habían hecho saltar a Lutero y a sus seguidores, no logró el favor de la plebe. Quiso atraer a los príncipes que apoyaban a Lutero al seno de la Iglesia de Roma, pero no consiguió gran cosa. Intentó ser ecuánime en el tema de la causa española contra las pretensiones francesas, pero al final se decantó por los intereses hispanos. Extendió al rey de España el privilegio que León X había concedido al de Francia, o sea, el de la elección y nombramiento de obispos y la posibilidad de ser gran maestre de las tres órdenes militares: Santiago, Calatrava y Alcántara.

A su muerte fue enterrado en el Vaticano, ocupando su tumba un lugar entre Pío II y Pio III, lo que aprovecharon algunos cachondos para escribir un panfleto a modo de epitafio que decía “Hic jacetimpius inter píos” (“aquí yace un impío entre píos”), sátira muy celebrada por el pueblo de Roma. El cardenal Guillermo Enchenvoert, el único creado por Adriano VI, sacó su cuerpo del Vaticano y lo enterró en el presbiterio de Santa María dell’Anima, donde se puede ver hoy en un impresionante mausoleo marmóreo diseñado por Baltasar Peruzzi. Allí descansa pacíficamente, apoyando la cabeza, coronada con la tiara, sobre el brazo izquierdo ajeno a críticas y murmuraciones.

Algunos creen que la manía que tenían los romanos al papa holandés, además de su extranjería (fue el último papa no italiano hasta Juan Pablo II, y esto se lo pasaban por las narices día sí y día también, llamándole el ‘Papa Bárbaro’), provenía de que intentó reformar las costumbres poco edificantes que había tanto en la ciudad como en la corte pontifica. Lo cierto es que en su breve mandato consiguió enemistarse prácticamente con todos los de la Urbe. Hasta el biógrafo más benévolo, el cardenal Pallaviccini, dice de él que fue “un óptimo sacerdote y un mediocre pontífice”.Y es que, al parecer, a pesar de la mala prensa que le ha caído encima, en Roma por lo dicho, y en Castilla por lo de los Comuneros, fue un sacerdote de virtud probada, fe profunda, vida religiosa admirable y muy honrado, algo rarísimo en la época.

La plebe romana celebró su muerte con grandes regocijos. La noche del día que se hizo público su fallecimiento, muchos creen que fue envenenado, apareció la casa del médico que lo cuidaba adornada con enramadas festivas de las que pendía un cartel como los que se colocaban en los arcos de triunfo para honrar cada elección de un nuevo pontífice, pero en este caso exaltando al galeno, que decía: “Liberatori Patriae S.P.Q.R.” (Al libertador de la Patria.El Senado y el Pueblo Romano). No se puede decir nada mejor con más ingenio y menos palabras.

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