Nuestra calle no rompe en aplausos a las 8. Solo nosotros nos asomamos a la ventana a aplaudir y meter ruido con una trompeta de juguete. Es ya nuestro ritual de gratitud y de sentimiento de comunidad. Aplaudimos durante unos segundos y escuchamos. Los aplausos lejanos parecen el eco de los nuestros. Identificamos de dónde vienen e imaginamos quién puede estar aplaudiendo. Volvemos a aplaudir, nos toca ser el eco a nosotros. Con este juego sentimos que no estamos solos, que formamos parte de algo. Luego se oyen los himnos: primero el himno de España, luego ‘La respingona’ y por último ‘Resistiré’; son grabaciones, no hay manos ya al aire.
Parece que fue hace una eternidad cuando se declaró el estado de alarma y nos encerramos en casa, esa reducción de perímetro, de planes, de opciones y de afectos. El confinamiento con otros exige renunciar a grandes dosis de tiempo y espacio y obliga a compartir constantemente. En nuestra casa se comparte espacio y tiempo, temores, incertidumbres, miedos y lágrimas, también risas, sueños, deberes, besos, mantas, abrazos, videollamadas, tareas y comidas. Somos afortunados, porque además de vernos y escucharnos, podemos tocarnos. Pero conocemos a muchos otros que viven solos a los que, aunque están casi siempre bien, intentamos cuidar desde la distancia. Somos animales gregarios y es muy difícil vivir sin relaciones humanas, por eso debemos cuidarlas. Ahora ya sabemos que debemos cuidar a los demás para cuidarnos a nosotros mismos… y cuidarnos a nosotros mismos para cuidar a los demás.
Precisamente, eso es lo que hacen las familias. Formamos parte de una, que a su vez forma parte de otra familia más grande –cual juego de matrioskas– hasta llegar a la especie humana que pertenece a la más extensa familia: los seres vivos. Así, cobra sentido que el “eco” de “ecología” o “ecografía” venga del griego clásico “oikos” que signifique casa, y familia.
