Y como si de la canción de Luis Fercán se tratara, “Dime qué hago”, nos disponemos a afrontar una etapa llena de incertidumbres y desconfianzas en la mirada, en el aire, en el alma, en el abrazo que perdimos, en la vida cotidiana.
Porque si hablamos del ahora, nuestra prioridad es la de salvar vidas, ya nos preocuparemos después por la fría contienda con un virus que se ha llevado tanto en tan poco tiempo. Turbulencias extremas en las que seguimos peleando para vencer en la batalla más inmediata. Y mientras que algunos se afanan en buscar culpables, otros se arrojan al vacío sin red, desde un acantilado alto y arriscado, con la suerte de bandera, el coraje y el miedo de la mano con una vocación y entrega inimaginables dando su vida por el resto, en el caos de hospitales a destajo, sobrepasadas las fuerzas y los ánimos maltrechos por una impotencia irremediable que ha de aplicar protocolos de guerra, con dosis todavía inexactas que hagan retroceder el daño en la más absoluta soledad.
Hartos de confinamiento pero solidarios y conscientes soportando la tormenta. En esta España nuestra que siendo pequeña se muestra grande a pesar de sus imperfecciones. Una capital del reino azotada por el colapso, el miedo y la impotencia, sentimientos decapitados por lo mejor del ser humano que aflora en las peores crisis. Gobernantes gobernados por una curva de propagación escasa de aprendizaje previo, no comprendida a tiempo, de la que costará recuperarse aun renovando el instinto de supervivencia.
