El año 2020 nos ha sorprendido con un regalo envenenado en forma de virus. Una ponzoña nueva que desconocíamos. Parecía un año atrayente, aunque solo fuera por la denominación numérica: 20-20; pero, por mucho que algunos se ceben en acusarle de bisiesto para justificar su mal fario, los hados de la naturaleza pueden ser los únicos responsables de su aparición. Hace tiempo ya que los terrícolas nos estamos jugando mucho por nuestros comportamientos presuntamente antinaturales; y, cuando ella se altera, su rebote nos salpica y nos conmina a poner remedios, pero una vez más estamos ciegos, sordos y ausentes. En ocasiones salvamos relativamente bien el envite; otras, como el veneno de ahora, nos cuesta asumirlo y vencerlo.
El poder ejecutivo, ante la acelerada progresión del sobrevenido mal, a tenor de la normativa de aplicación y el dictado de nuevos preceptos, ha establecido -como no podía ser de otra manera- unas directrices imperativas sobre el comportamiento de los ciudadanos para intentar eliminar lo más eficaz y rápidamente posible este virus. Entre tales prescripciones están el internamiento de todos en sus casas, evitando salir a la calle, además de las principales e iniciales que se pusieron: no besar, no dar la mano, toser en el codo, lavarse la manos, separación de al menos un metro, etcétera.
Y ahora, este articulista que está en su casa, no le queda más remedio que desahogarse con los que lean estos pensamientos. Hay que cumplir con los dictados de las autoridades sanitarias para que nuestra suerte no esté echada; para, con tenacidad, constancia y entereza, este barco lleno de basura nos lleve a un puerto seguro. En tanto, nos encontramos con sentimientos que jamás pensaríamos se iban a producir. Nos duele más que el daño producido por el Covid-19 el causado por no poder ver a nuestros nietos, abrazarlos, besarlos y contarles el cuento a su vera en la noche, en mi casa o en la suya. Nos angustia más el no comer el fin de semana con nuestros hijos y no poder abrir una botella de vino con ellos para celebrar nada. Nos apena más el no poder abrazar a los amigos cuando nos juntamos en su casa o en la mía para brindar por la victoria del Atlético ante el Liverpool. Nos quedan whatsapp y Skype para vernos y hablar, aunque eso no permita el maravilloso contacto con nuestra familia. Por tanto ¿Qué supone el permanecer pacientes en nuestras casas? Es el aislamiento durante una quincena como mínimo para velar por nuestra salud y la de otros vecinos. Es la corresponsabilidad que debemos asumir para lograr que ese enemigo enmascarado no avance ganándonos terreno y nos atemorice más de lo que ya estamos. Es un reto que improvisadamente nos ha aparecido para demostrar que somos inteligentes, prudentes y, lo más importante, solidarios. Mirándolo bien, hasta nos puede mejorar el concepto que tengamos sobre la libertad; porque, después de padecer este enclaustramiento durante algunos días, nos hará ver y pensar lo grandioso que es salir sin miedo a la calle para gozar del bullicio ciudadano, de los gritos de los niños, del frío o del calor, de la lluvia o la nieve, de la autonomía personal, que no es ni más ni menos la palabra más bella que exista: la libertad.
Mientras nosotros estemos en nuestros hogares, otras personas estarán velando por nuestra salud, jugándose la suya y poniendo sus conocimientos a favor de la causa común, sin descansos. Muchas gracias personal sanitario. Todos los vítores y aplausos que os dediquemos serán pocos para agradecer vuestros desvelos. Las manos se nos deberían romper en las aclamaciones. De igual manera a las fuerzas y cuerpos de seguridad, que también permanecerán atentos a nuestros movimientos. Todo por el bienestar en el devenir de este azote vírico.
¿Y qué nos queda? Pues apostar por un caballo ganador que se llama ESPERANZA. Llámenla ustedes como quieran, virtud o voluntad para sentir y pensar que todo va salir bien porque, desde nuestro hogar, vamos a vencer a ese fulano maligno que, sin invitarlo, quería entrar en ella y no le dimos permiso.
