He visto a lo largo de mi vida a bastante gente con poder que se ha negado a ejercerlo. Unas veces por una pretendida prudencia. Casi siempre por miedo, puro y duro, como se dice ahora para subrayar las cosas negativas. Y estos cobardes han tenido y tienen miedo a cosas muy distintas, porque la cobardía es muy ocurrente. Tienen miedo a equivocarse y producir un mal no deseado, dicen. Tienen miedo a que su imagen salga perjudicada por sus decisiones, esto no lo dicen. Tienen miedo a que la gente piense mal de ellos por las consecuencias de sus decisiones, esto tampoco lo dicen. Tienen miedo intelectual a no acertar… En el fondo tienen miedo a que les conozcamos tal como son: cobardes con unas u otras escusas.
Esta caterva de inútiles y pusilánimes, rodeados de asesores que se desgañitan en su triste empeño de mostrar a un debilucho como un forzudo inflado como anuncio de Michelin, no tiene inconveniente alguno en forzar a los de abajo a tomar decisiones que habrían de asumir ellos. Luego, su equipo de serviles pelotilleros hace su trabajo, que básicamente se centra en dos tareas.
La primera, dar brillo al ego del jefe cobarde convirtiéndole en un pensador responsable y profundo analista, que espera por la aplicación de su inteligencia privilegiada a estar convencido de lo realmente importante, tras atisbar premonitoriamente, como vigía social, los signos de los tiempos. El complemento fundamental de este ejercicio de malabarismo es destacar, enseguida y a todo bombo, los errores de los “imprudentes” que se vieron obligados a actuar por la cobarde inacción de su líder.
La segunda función es robar la foto del éxito a los valientes de abajo que tuvieron que cargar con la responsabilidad de actuar disponiendo además de menos medios que el “cagadillo” omnipotente que saluda sonriendo en un primer plano a la multitud agradecida, que ha congregado el decidido y a la vez prudente. Hay que reconocer que esto se les da notablemente mejor, y en ello no dudan en ejercer sin piedad todos los recursos de sus influencias y poderes, directos o indirectos, sin atender siquiera a la oportunidad.
Estas situaciones se dan de muchas maneras. Yo he sido testigo de bastantes. No hace falta que haya una crisis estilo coronavirus; porque estos cobardes necesitan entrenamiento y sus asesores recoger experiencia: hay toda una ciencia de la maldad para disfrazar de bien la cara repugnante del mal. Vi la primera en un modesto congreso en Palma de Mallorca. Presidente y secretario, solos en la mesa, hacían frente a las críticas de la escasa veintena de miembros de la asociación de sabios congregada. El presidente no dijo, ni hizo, absolutamente nada. Nunca hubo una imagen de un don Tancredo tan perfecta. La gente pedía votación y él callaba. La gente solicitaba que se presentaran las candidaturas y él callaba. La gente criticaba la inacción y él callaba.
La situación que provocó aquel silencio inexplicable fue tan tensa que el secretario asumió la responsabilidad: estableció un turno de preguntas, animó a presentar las candidaturas. Se organizaron allí mismo y se produjo la votación. Al secretario, que no estaba en ninguna de las candidaturas, le tildaron de manipulador y el presidente silente fue admitido como vicepresidente en la candidatura triunfante. Y en ella se refugió durante veinticinco años. Así pudo disfrutar de las miserias de una o dos conferencias al año que sus compañeros de candidatura le proporcionaban a costa de sus universidades.
En cuanto subes la categoría y el poder pasa de una presidencia de asociación, al de una alcaldía, jefatura de gobierno de comunidad autónoma o de un país, hay que pensar enseguida qué gana, y sobre todo qué ganará, el presidente escondido. Y el escondrijo ofrece más posibilidades cuanto más alto es el cargo. Pero lo fundamental es lo mismo. Hay que atender a qué no quiere perder el cobarde o a qué aspira tras su salida si esta fuera inevitable.
Si se aplican las leyes de la física al mundo de la política en sus diversos niveles, todo acaba en la misma fórmula sencilla: el poder ni se crea ni se destruye solo se transforma. Se transforma de poder político personal en poder económico personal; se transforma también al cambiar de manos. Esta es la transformación que más temen los que lo detentan, aunque siempre queden esperanzas de funcionar por la otra vía.
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(*) Catedrático de Universidad.
