A mi manera, siempre he estado a favor de las tradiciones, y ahí sigo. Las entiendo como una luz que otros encendieron en el pasado y sigue alumbrando el futuro de un pueblo. A veces digo que son la memoria viva de los que ya no están y que, poco a poco, contribuyen a forjar nuestra personalidad colectiva. Somos como somos, porque muchos empujaron antes este carro gabarrero.
A mi manera, también critico las tradiciones huecas, y ahí sigo. Entiendo que el pasado está para aprender de él, no para mirarnos el ombligo y luego inflarnos de orgullo, como si descendiéramos de la pata del caballo del Cid.
Las tradiciones arraigan o no, si el pueblo las hace suyas. Si no es así, se efecto se diluye, por mucha "pólvora del rey" que se queme en la traca. En 1996, con motivo de la exposición y la presentación del libro, alguien escribió sobre un mesa de la plaza del Ayuntamiento: ¡Pero qué cojones es un gabarrero! Después, el pueblo llano hizo suya aquella cultura que llevaba años enterrada en las entrañas del monte.
A punto de concluir esta columna, me confirman que los actos centrales de la fiesta se han aplazado. La prevención sanitaria es más importante. Lo lamento por el esfuerzo de todos los que la hacen posible, pero no temo por su futuro, es una tradición que forma parte de nuestra identidad como pueblo.
