Con las Fuerzas Armadas suceden cosas curiosas y contradictorias. Por un lado, hay parte de la población que cuestiona la mera existencia del ejército. Por otro lado, en las encuestas, suele ser una de las instituciones mejor valoradas por los españoles. Esta valoración tiene especial mérito en un país como el nuestro, que ha adolecido históricamente de un déficit de Cultura de Defensa.
Lo que está comprobado científicamente es que son cortísimos los periodos durante los cuales el mundo ha gozado del inmenso bien de la paz. Ciertamente, las realidades que palpamos no nos permiten ser demasiado optimistas. Los hechos parecen dar la razón a aquel hombre del Antiguo Testamento, que inspiradamente escribió que todas las cosas tienen su tiempo: “Tiempo de herir y de curar; tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de derribar y tiempo de edificar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz”(Ecle. 3.2).
La guerra jalona paso a paso la historia de la Humanidad y ninguna organización ha conseguido evitarlas. Filósofos, teólogos, juristas, sociólogos, economistas e historiadores han dedicado gran parte de su saber al estudio del fenómeno bélico. Físicos, químicos y científicos, en general, han cooperado de una forma o de otra al desarrollo de la industria armamentística. Pintores y escultores de renombre universal han plasmado en su obra los acontecimientos bélicos desde todos los ángulos y perspectivas.
Las verdaderas razones que propician las guerras son difíciles de conocer, aunque todos nos atreveríamos a decir que están íntimamente relacionadas con la política, con la economía, con los radicalismos ideológicos, con los fanatismos religiosos o con los problemas demográficos y raciales. Y a la cabeza de todas las causas, su protagonista principal: el hombre. Es la imperfección humana, con sus egoísmos, sus ambiciones, sus odios, inestabilidades y debilidades, el origen principal de los conflictos;” porque dentro del corazón del hombre salen los malos designios: inmoralidades, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfreno, envidias, calumnias, arrogancia, desatino”. (Mc. 7,21).
Esta es la tragedia, esta es su complejidad, tanto para encontrar las causas concretas que la provocan, como para arbitrar los medios que la impidan.
Cuando las soluciones pacíficas fracasan, los gobiernos de las naciones se ven obligados a decidir entre la guerra o la pérdida de libertad y dignidad de sus pueblos. Las mismas razones que justifican la legítima defensa individual, asisten a los Estados cuando se ven injustamente atacados. El derecho a la legítima defensa es un principio esencial del derecho natural en el seno de una sociedad compuesta por seres imperfectos, capaces de robar, asesinar y violentar los espíritus.
Al margen de la fe personal, la doctrina de la Iglesia es reconocida universalmente como la más elaborada a través de los tiempos. Es consecuencia de una actitud mayoritariamente aceptada: “La fuerza puede emplearse a causa de la justicia”. Esta doctrina mantenida por la Iglesia Católica desde el siglo IV, fue defendida por personalidades de tan singular categoría como San Agustín y Santo Tomás. En el siglo XVI, el universal teólogo español Francisco de Vitoria, escribió que es lícito a los cristianos hacer la guerra, siempre que haya justa causa.
La Doctrina de la Iglesia, con respecto a la legítima defensa, se recoge en varios artículos del Catecismo. El Concilio Vaticano II, en el capítulo V de la Constitución “Gaudium et Spes”, expone con claridad lo siguiente: “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos”. San Juan Pablo II, en una alocución pronunciada con motivo de la 15 Jornada Mundial de la Paz, dijo: “Los pueblos tienen el derecho y aun el deber de proteger, con medios adecuados, su existencia y su libertad contra el injusto agresor”.
El Ejército es la herramienta leal y eficaz del Gobierno de la Nación para garantizar el futuro de España y del Estado de Derecho, plasmado en nuestra Constitución, y que sostiene nuestra unidad y nuestra democracia.
Pío XII, en 1958, en una alocución dirigida al Patronato para la Asistencia Espiritual de las Fuerzas Armadas Italianas, dijo: Se debe, pues, tener un Ejército que evite toda injusta agresión; que esté presto por su elevada moral, por su preparación técnica y por el número y calidad de sus armas, para toda necesaria y oportuna acción de defensa. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, afirmó: Los que al servicio de la Patria se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues mientras lealmente cumplen con su deber, contribuyen realmente a estabilizar la paz. El 8 de abril de 1985, ante más de dieciséis militares, que representaban a veinticuatro países, San Juan Pablo II afirmó: Las Fuerzas Armadas son necesarias para la seguridad de cada patria y para el bien de la paz interior e internacional de cada país y de la Humanidad entera.
Los responsables de que un pueblo viva en paz, de que sea justo, libre seguro y próspero, son los políticos que forman el Gobierno y los que están en la oposición, pues ambos, con sus aciertos o errores, pueden mantener la paz o fomentar la violencia. Son los gobiernos los que declaran la guerra y firman la paz, los que señalan las directrices de la Política Militar y los que determinan el porcentaje del PIB que se dedicará a gastos de defensa, aspecto importante, pues aunque las guerras no se ganan sólo con dinero, tampoco se ganan sólo con heroísmo.
En el Ejército no impera el espíritu belicista, sino el espíritu militar, que es el surgido como consecuencia de la educación y conocimiento de los deberes y principios que definen la institución militar, inspirados en el amor a la patria y en el honor, en la disciplina y en el valor, como virtudes imprescindibles para cumplir la misión que las leyes le encomiendan.
El deseo y la obligación de los militares es procurar la mayor fortaleza del Ejército, no tanto para hacer la guerra como para impedirla, pues como escribió Ortega en La España Invertebrada: Las legiones romanas, y como ellas todo gran ejército, han impedido más batallas que las que han dado. Y Sun Tzu (500-400 a. J.C.), muchos siglos antes: El Ejército ideal es el que gana batallas sin combatir.
