Con él se va un pedazo de mi infancia. Junto a Charo, me llevó a conocer el mar para enseñarme a nadar en aquel Mediterráneo mágico y seductor a los ojos de un niño nacido entre pinos. Desde su barrio de Lavapiés, me incitó a la lectura regalándome tebeos y cómics de El Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar; aún guardo el tesoro.
Él, junto al abuelo Juan, soportaba mis desmanes en el pinar de Aguas Vertientes en aquellos paseos estivales de primos, risas y juegos junto a la Fuente de la Hiedra. También a él le debemos el primer empujón para arrancar la asociación que conmemoró el centenario de su querida ermita del Carmen. Ahí estuvo.
Y ahora, Juan, después de todo aquello te vas dejando a San Rafael y a mí mismo, un poco más huérfano, un poco más triste, más solo y vacío. Si una lágrima es un homenaje, te aseguro que te marchas con honores porque con esa simiente, la cosecha sólo podía ser de amor. Al despedirte, regreso a tu recuerdo y a un sabor de niñez que repasa esa ley no escrita del monte – el que tanto amaste y en el que hoy descansas- que dice ¿te acuerdas? Que cuando los mejores árboles caen, la siguiente generación de pinos debe recoger su esencia. Si es así, acepto tu reto.
El próximo Ribera me lo tomaré solo, sin ti… pero contigo ¡Prometido!
Adiós, Juanito, te voy a echar de menos.
