Ciertamente, no hay que vivir de los recuerdos, pero nadie me negará que echar mano de ellos de vez en cuando, es una satisfacción y hasta en ocasiones una alegría, aunque también podamos encontrar alguno que nos resulte doloroso. A propósito de esto, acabo de leer una cita de Jacinto Benavente que pone en boca de uno de los protagonistas de su comedia “La escuela de las princesas”, estrenada en Madrid en 1909. Dice: “Los recuerdos tienen más poesía que la esperanza; como las ruinas son mucho más prácticas que los planos de un edificio en proyecto”. Y otra frase que ya he aprovechado en alguna anterior ocasión, con la “firma” del poeta Valerio Marcial (año 40 d.C.): “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”.
La verdad es que no sé porqué me ha venido hoy a la memoria el recuerdo de antiguas profesiones que durante años llenaron la vida de nuestra ciudad. Protagonizadas por hombres y mujeres del pueblo, es decir, convecinos nuestros, que con sus trabajos fueron auténticos predecesores de muchos de los adelantos de que disponemos en estos momentos.
He ahí, por ejemplo, el recuerdo de los serenos que vigilaban nuestros portales, de los que tenían las llaves correspondientes, e incluso “vigilaban” también nuestro sueño, y hasta “cantaban” las horas; de los colchoneros que con su vareado de la lana conseguían que se hiciera mucho más placentero nuestro descanso; de los afiladores que de caminar paso a paso pasaron a disponer de bicicletas e incluso de motos; de los hojalateros “y lañador”, voceaban en su pregón, que remendaban vasijas; del barquillero que tanto animaba a críos y mayores para mover la rueda de la barquillera, como en la popular zarzuela “Agua, azucarillos y aguardiente” cantaba su coro aquello de “Las niñeras y los soldaos/por nosotros están “pirraos”/ y dan cuartos a los chiquillos/pa que les jueguen a los barquillos”… Ah, y de los “ordinarios”, que durante años solucionaron montones de problemas a las gentes que no podían desplazarse con facilidad a ciudades vecinas, sobre todo a Madrid. Estos hombres y mujeres, predecesores de los mensajeros de hoy, jugaron un importante papel en la sociedad con sus idas y venidas diarias. Hay un rótulo inolvidable que uno de estos “ordinarios” tenía colocado en su carro: “Soy Manuel García, ordinario de Segovia”.
Precisamente aquí, en Segovia, tuvimos varias generaciones que trabajaban en este menester de recibir encargos, viajar a Madrid, realizarlos y al día siguiente el cliente lo tenía en sus manos.
Recuerdo que, quizá el último despacho de un recadero, estuvo en lo que entonces era un pequeño local en la calle de Infanta Isabel ¿en el número 2?. Allí acudíamos a hacer el encargo correspondiente, del que tomaba nota el mismo recadero o un familiar. Y luego, en autobús o tren, aunque creo que este último era el medio más utilizado, a Madrid, a buscar la calle, la tienda, etc. para adquirir el encargo. Por la noche, el regreso, que a veces era a tiempo de que alguno de los clientes se llevara su encargo en el mismo día; en caso contrario, al siguiente allí estaba el paquete, la bolsa o lo que fuera a la espera de quien lo encargó.
Ahora, circulando por la ciudad, también hay otro tipo de ordinarios, que llamamos recaderos o repartidores. Y es que las cada día mayores dificultades para el tránsito de las furgonetas de reparto, han dado origen a la aparición de recaderos que utilizan la bicicleta, con un cajón colocado en su parte delantera y fiando de las buenas piernas del ciclista para superar las no pocas cuestecitas de que “disponemos” en la ciudad, van de un lado a otro repartiendo su mercancía.
Recaderos que, a bordo de motocicletas que circulan quizá a demasiada velocidad, también son los repartidores de otro producto comestible que se precisa llevar con rapidez al domicilio del solicitante para que llegue calentito.
No puede extrañar al amigo lector que, ante estos actuales medios de reparto, nos haya venido al recuerdo aquella muy útil colaboración de los primitivos ordinarios. A muchos estas líneas les servirán también de grato recuerdo.
