Escribir un libro bien sabe Dios que no es tarea nada fácil. Y que ese libro se convierta en un bet-seller parece un logro casi imposible. Lo más probable es que de los miles de libros editados y que ofertan constantemente las editoriales a la curiosidad o al interés de los lectores (cada día más saturados de información ofrecida por los medios digitales) muy pocos alcancen la notoriedad deseada y, es más, en su mayor parte ni siquiera alcanzan a verlos durante algún tiempo expuestos en los escaparates de las librerías del mundo. La mayor o menor acogida depende del género, de su contenido, oportunidad, difusión o el interés de sus páginas y, en buena parte, de la campaña que se haga de lo publicado. Desde luego hay que reconocer que los cauces digitales han contribuido muy mucho a la aproximación del lector a la lectura que, en muchos casos, ha sido sustituida por la pantalla tabletera; aunque en mi opinión nunca podrá asestarle el golpe de muerte a la emocionante lectura física de las páginas impresas que lo conforman. No obstante, también es de justicia reconocer que la opacidad de muchos de esos casos descansan en que no pocos autores soslayan la notoriedad pasajera, centrándose más en el respaldo de los estudios profundos de la materia ofrecida y consecuentemente al reconocimiento social, histórico y toponímico —en el caso de lo que comentamos hoy— que pueda suponer para la cultura la obra de investigación por más que requiera evidentemente mayor esfuerzo que la ficción, más deslumbrante quizá. Aunque incluso no se cuelguen en las reseñas literarias de las novedades editoriales.
Yo creo que a este último grupo de escritores, de estudiosos sin las pretensiones del libro pasajero de cara a certámenes o premios literarios (la mayoría de las veces dirigidos y sumamente viciados) pertenece nuestro paisano José Mª Martín Mesa, licenciado en Filosofía Hispánica (especialidad de lingüística y a la sazón hijo de mi querido amigo y compañero en las páginas de El Adelantado, José Mª Martín Sánchez) que acaba de publicar un denso texto “Segovia y sus mil pueblos”, encaminado al descubrimiento y constatación histórica de la Toponimia mayor de nuestra provincia.
Para darse una idea más o menos aproximada del esfuerzo del autor para condensar en sus más de 500 páginas del libro, los dos años largos que ha durado —dice— el viaje de su investigación recorriendo archivos, comprobando planos, ubicando viejas o desaparecidas construcciones, yacimientos arqueológicos, etc. y, sobre todo recorriendo tierras segovianas donde la persistencia, la tradición oral y algunos datos imprecisos opacados en las nieblas de la historia, segoviana repoblada, que le han brindado hallazgos interesantísimos que ahora aporta identificando esos vestigios dándoles forma en lo que él denomina “procedencia según la lengua” (indoeuropeas, celtas, latinas, visigodas, árabes, mozárabes hasta las repoblaciones. Y así ha ido redescubriendo y testimoniando para la historia vestigios constructivos como torres, edificaciones militares, religiosos, funerarios; así como usos y divisiones de la tierra: caminos, cañadas y vías, capturando como presume no pocos elementos antropónicos —como él asegura—(latinos, góticos, árabes y mozárabes, castellanos, asturianos o gallegos); hagiotopónimos, gentilicios y otros, que confluyeron de la idea de lo que el autor segoviano estima que constituye la toponimia en cuestión: Los ocupantes de un territorio siempre han puesto nombre a los lugares para poder moverse por él”. Y así, con una clara y complicada metodología (creo yo) ha logrado referenciar más de 1.000 asentamientos que conformaron un día la provincia segoviana a través de los siglos como fruto del paso de celtas, romanos, visigodos, árabes, castellanos, vascos, gallegos, asturianos, con que se diseñaron interesantísimos y complicados mapas de asentamientos y de no escasa influencia con sus lenguas en la toponimia segoviana “descubriendo que algunos de ellos pudieran llegar a tener más de 35 siglos de antigüedad, llegando —dice— a ser anteriores a los colonizadores indoeuropeos más reconocidos, hoy evidentemente desaparecidos pero aportando el autor al tiempo un enorme y abundante glosario de significados sugestivos.
Es, en definitiva, el libro de José Mª Martín Mesa, una interesantísima aportación al mundo de la cultura que nos antecedió, por cuya exhaustiva tarea investigadora (que desgraciadamente no suele valorarse en su justa medida) hará que se convierta sin duda en una excelente base de datos y una herramienta ciertamente importante no sólo para los estudiosos de semejante temática sino para los propios segovianos que tendrán con ello una idea más clara —o acaso única— de nuestra tierra fundamentalmente focalizada en aquello que los años —y los siglos— hicieron desaparecer y que José Mª resucita gracias a su denodado esfuerzo investigador. Enhorabuena.
