Me van a permitir que empiece este artículo contradiciendo a Lewis Carroll en la reputada voz de Humpty Dumpty: la cuestión no estriba solo en saber quién manda —algo, no lo dudo, que puede ser tremendamente efectivo—, también reside en el valor de la palabra y en su poder para ordenar y transformar al menos la realidad que nos circunda. Es el lenguaje “performativo”, aquel que no solo descubre o explica la realidad sino que tiene la capacidad de modificarla o alterarla. Decir “te quiero”, por ejemplo, lo cambia todo. O debe cambiarlo todo. Hubo un tiempo en que la palabra tenía tanto valor como los hechos. Los juristas aragoneses introdujeron un matiz: “callen barbas y hablen cartas”, pero el lenguaje performativo seguía siendo el mismo, perseguía igual fin se plasmara de manera oral o escrita: un compromiso para implicarse en la realidad como paso previo para transmutarla. Existe el delito de perjurio y no el de descripción paisajística inexacta, y eso significa algo, añade el filósofo Fernado Savater, fiel defensor del lenguaje performativo. Es el ejemplo más radical de la palabra como compromiso, como instrumento revolucionario. Pero no me importan tanto las consecuencias jurídicas como el hecho de la asunción de una obligación a través simplemente de la palabra dada. Es una de las características del ser humano que no comparte con ningún otro sujeto de la creación. Otra es cambiar la realidad en la que se desenvuelve sabiendo que la primera realidad es la que crece en el interior de cada cual, en esa esfera en teoría ingobernable que son los sentimientos, una amalgama de sensaciones y conceptos alejada de las emociones pasajeras y hasta cierto punto traidoras. Por eso decir “te quiero” adquiere un innegable matiz agitador, rebelde, activista; puede cambiarlo todo, modificar la realidad próxima —la primera que cuenta— con la fuerza de un ciclón o la contundencia de un puñetazo de mármol en el pecho de un adolescente. Ello obliga, cómo no, a ser extremadamente cuidadoso con lo que se dice y con cuándo se dice: toda palabra bien dicha encierra en sí un riesgo y una amenaza.
Ya sé que no concuerdo con el sentido del momento, ahora que las emociones fluyen con la rapidez de una anguila y se transmiten incluso cuando no han tenido tiempo de aposentarse y de convertirse en sentimiento o en concepto. Pero los tesoros no tienen por qué pertenecer al común, sino a la inmensa minoría que los protege y cuida como a la niña de sus ojos. Vuelvan a permitirme que hoy siga comprometido a que cuando pronuncie la palabra “diálogo” signifique que pretendo llegar a un acuerdo entre dos posturas dispares y no sea una añagaza de lo políticamente correcto con fines publicitarios o con fines espurios, y que entienda que cuando se dice “no” es que “no” y no “depende” o “luego ya se verá”; así no habría lugar al equívoco, ni a la tiranía de los instintos ni al machamartillo machista. Y, por lo tanto, siguiendo con la lógica, que cuando diga “te quiero” vaya destinado a cambiar el mundo, mi mundo más próximo, y que ello sea señal inequívoca de que yo he cambiado previamente.
Quienes creemos que la verdad es escurridiza, que se nos escapa como una sanguijuela juguetona, nos queda el remedio de la palabra como verdad —no menor— que sale de dentro con la intención de empapar todo lo de fuera, aunque a la postre esta actitud no a todos contente: no hay concordia sin secreto ni, por lo que se ve, paraíso sin mentira, o al menos, sin apariencia.
Las palabras, además, requieren de cierto formalismo y necesitan absoluta firmeza. Por eso las ceremonias son importantes a la hora de usarlas, de asumirlas como compromiso. Entonces la forma se convierte en contenido, acción presente que pretende proyectarse hacia el futuro. Las medias tintas sobran. “Te quiero” son dos palabras sencillas pero su carga explosiva es total. O sí o no. Nunca a medias. “Si sí, sí, e si non, non”, que se decía antes en los juramentos ante el rey castellano. Ahora la cosa no pinta bien. Los parlamentarios juran o prometen de una manera rocambolesca —en realidad no se sabe si se han comprometido con la Constitución o con quién o con qué— y el valor del “te quiero” dura lo que dura el chat. Y eso en una época en que no existen las ataduras y el futuro no se prevé, sino que se construye. Si lo porvenir es una abstracción y el pasado una carga al menos que el presente quepa en el estrecho, hermoso, revolucionario, margen de una o de dos palabras.
