Si se organizara una carrera para todos los seres humanos del mundo, la igualdad sería la premisa que nos permitiría participar y el ser distintos es lo que fijaría nuestra posición al terminar la carrera. Esto que parece tan sencillo provocaría seguramente problemas en la selección de candidatos. Porque la condición de plena humanidad no la han tenido reconocida siempre todos los sapiens. Las lenguas son crueles a este respecto y algunas designan al ser humano en general como sus propios hablantes en particular. Como si en castellano “ser humano” se dijera “español”. Esto ocurría con algunas lenguas chinas y con las de ciertas tribus de indios americanos. Sospecho que ocurría lo mismo con otras europeas que se han dejado esa limitación por el camino de su historia.
Este desprecio de unos humanos por otros se colaba otras veces por grietas diversas. Los esclavos no eran dueños de sí mismos y tampoco los siervos. Unos y otros formaban parte del ajuar de algunos. Durante milenios unos pudieron llevar armas y otros no. Conseguir que todos pudieran tenerlas fue la primera declaración de derechos de la modernidad ¡Quien iba a decir que llevaría a lo que ha llevado!
Los padres de la racionalidad occidental han explicado hasta la saciedad que no todas las vidas valen lo mismo. Que hay vidas de primera y de segunda, tercera o menos. Nos hemos acostumbrado a frases como “la vida en tal sitio no vale nada.” En fin, el decálogo corregido de Orwell era repugnantemente realista: “todos los animales son iguales; pero unos son más iguales que otros”.
Los realismos sociales hablan de “daños colaterales” o de “errores de cálculo”. Todo ello para el bien de una colectividad suprema, que acaba por ser “algunos” cuando no “alguien”.
Estas “realidades ineludibles” oscilan entre liquidar lo que tenemos de diverso y propio en aras de la igualdad; o eliminar la dignidad de cada sapiens porque no quieren ser iguales que nosotros (o porque no les dejamos serlo). Ambas coinciden en ignorar principios elementales que en nuestro mundo parece que solo se toleran en una canción y mientras se baila: todos somos alguien (everybody is somebody). En realidad cada uno siempre es alguien; o mejor: todos somos cada uno. Vaya, que todos somos distintos (y por eso no nos confunden a unos con otros) aunque cada uno tiene los mismos derechos que los demás.
No es difícil percibir la diversidad dentro de la igualdad. Es más: lo que presenta la vida de manera inmediata es lo propio, lo distinto; pero lo que nos hace iguales es lo más elemental: basta con nacer humano y uno lo es. Y justamente en el nacimiento de un sapiens se dan a la vez de manera patente y primaria la igualdad y el ser distinto. Ninguna madre confunde a su recién nacido con otro.
Las desigualdades que causan problemas en las sociedades contemporáneas se refieren a lo que llamamos identidad, o –mejor- identidades. Y las identidades responden más (o mucho) a qué queremos ser y menos (o poco) a lo que somos recién paridos, en cueros: sin insignias, sin banderas, sin lenguaje, sin saber quien es nuestro padre ni nuestra madre. Todo eso son añadidos que no nos hacen más humanos sino sapiens distintos entre nosotros.
Los sapiens somos la única especie capaz de crear símbolos. Y lo peor de los símbolos es que acaban por tener vida propia manejados por otros sapiens. Tienen una fuerza enorme. Son capaces de exigir y conseguir que un creciente número de idiotas los consideren parte de sí y hasta que afirmen su disposición a morir por ellos, aunque lo más frecuente sea que maten por ellos, lo que indudablemente es más asequible.
Nacemos iguales. Por eso tenemos los mismos derechos y deberes. Somos distintos: de cara, de inteligencia, de habilidades manuales e intelectuales, de sensibilidad a la temperatura, de sentido del humor, de creatividad, de hacer negocio, de organizarnos y de organizar… hasta somos de raza distinta, aprendimos en lenguas distintas, y de territorios distintos. Y cada una de esas cosas es única. “Desengáñese don Julio, me decía un amigo, no hay atardeceres como los de Motril”. Es verdad. También para cada lugar cuando se pone el sol.
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(*) Catedrático de Universidad.
