Si en artículos anteriores he escrito que la democracia no es una religión, ha sido porque me parece que va haciéndose habitual que, tanto en los discursos de los líderes políticos como en las conversaciones ordinarias, se la trate como si lo fuera. Se ha ido convirtiendo en la referencia última del bien y es invocada por todos cuando se reclama el valor de las propias aspiraciones y se niega el de las de los demás. Ni siquiera los que quieren sustituirla por sistemas autoritarios la critican abiertamente. No se atreven tampoco con otra palabra para nombrar sus intenciones.
No, ellos también quieren la democracia y actúan más que nadie por su salvaguarda, por profundizar en ella, por librarla de adulteraciones. La Rassemblement National de Marine Le Pen habla de “democracia sana” y de “democracia próxima”. La AfD alemana defiende la libertad de expresión y la concurrencia de opiniones en la democracia liberal. No son cosas nuevas. El fascismo y el nazismo de entreguerras gustaban de disfrazarse de socialistas, de acuerdo con los gustos de la época. Los regímenes comunistas de la postguerra se presentaban a sí mismos como democracias populares. De la erosión de esas modas y también de su sedimento bebe nuestra actual reverencia para con la palabra que lo ilumina todo: democracia.
Del mismo modo que las religiones falseadas reverenciaban dioses descabellados, los europeos actuales idolatramos a la democracia. Hay también algo aquí -aunque, por suerte, mucho menos cruento- de los tiempos de las guerras de religión. No se combate contra dioses extraños, sino por la pureza del único al que se considera verdadero. La dictadura de la religiosidad puritana de Cromwell es hermana de la del incorruptible Robespierre, tan cercana a nosotros que fue ejercida, paradójicamente, en nombre de la democracia. La pretendida depuración lleva a nuevas formas de idolatría y con ellas llegan la radicalización y la barbarie.
Sin embargo, nada más terrestre, nada más labrado sobre el suelo que la democracia tal y como la entendemos actualmente. Sus principios y sus instituciones han emergido de la experiencia y han tenido que luchar con los límites de los hombres. Ninguna otra forma de organización política asume tanto los problemas de la vida real. Es verdad que se mantiene sobre ciertos principios morales, especialmente los de la equivalencia de la dignidad de las personas y de la necesidad de su expresión libre. Pero son pocos. También son reducidos los elementos que caracterizan su forma de organización política: elección de los gobernantes por los ciudadanos, división de poderes y limitación temporal de mandatos.
El debate que el independentismo catalán está suscitando en España es una buena muestra de ambas cosas, tanto del recurso idolátrico a la democracia como de las dificultades para delimitar qué alcance debe tener su aplicación en la vida real. Puigdemont y Torra la invocan, evidentemente, de manera interesada, pero eso no quita para que, detrás de sus argucias, se hallen verdaderos problemas teóricos y prácticos. Porque, por ejemplo, ¿cómo se establecen los límites poblacionales de un determinado cuerpo electoral y quién los establece? O, ¿no es acaso la democracia hermana de la autodeterminación, palabra también sacralizada por los separatistas? Pero, si se aplica el principio de autodeterminación, ¿hasta dónde y para quiénes? ¿No sería legítimo que Tabarnia, ahora, o el cantón de Cartagena, antaño, reclamaran su uso para ellos? Y, en el extremo, ¿no podrían auto determinarse las más pequeñas unidades políticas o, incluso, no carecería de sentido todo lo que rebasase los intereses meramente individuales? Desde mi punto de vista, no son éstas cuestiones que, en su fondo, requieran de argumentos jurídicos. Más bien necesitan de filosofía. De filosofía política, sí, porque lo que cuestionan no es tanto el procedimiento democrático como el marco originario en el que debe encuadrarse. Y resulta evidente que, a falta de un cuerpo electoral universal, en el que estuvieran incluidos todos los seres humanos, la delimitación de los diferentes espacios soberanos es un producto de la historia y de las dificultades prácticas que implica cualquier revisión. Pero eso, precisamente, el peso de los determinantes históricos y de los inconvenientes ordinarios, debe ser muy tenido en cuenta a la hora de legitimar un determinado orden político, pues no hay nada menos legítimo que aquello que es inviable por carecer de sentido de la realidad.
Los profesores de Harvard Levitsky y Ziblatt han abordado en Cómo mueren las democracias el problema del funcionamiento práctico de nuestros sistemas políticos. Si los Estados Unidos inauguraron la democracia de rasgos modernos y han sido capaces de mantenerla durante doscientos años, no sólo ha sido por las virtudes del orden expresamente regulado por su Constitución. Otros países se han dotado de Constituciones avanzadas y, sin embargo, han acabado cayendo en manos de dictadores y líderes autoritarios. En los Estados Unidos también ha habido populistas que se han propuesto hacerse con la Casa Blanca, pero nunca habían conseguido pasar la barrera de las candidaturas. Si ahora ha llegado Trump a la Presidencia, hay que buscar las causas en la alteración o la desaparición de ciertas instituciones informales y de ciertas costumbres que permitían cribar a los candidatos. Por ejemplo, en 1968, el segregacionista George Wallace, con un importantísimo apoyo popular, pero en una época en la que las primarias no eran decisivas, no logró que los líderes de los grandes partidos le consideraran un candidato adecuado. Republicanos y demócratas cribaban a los aspirantes. Esa selección y el respeto de las normas de la tolerancia mutua y de la contención institucional hacían de guardarraíles de la democracia. Paradójicamente, ha sido su radicalización -aunque no sólo ella- la que ha abierto la posibilidad de que un populista la ponga en peligro.
Aplicado a España, la radicalización de la democracia tras la que esconde su coartada el independentismo no está haciendo otra cosa que perjudicar a la democracia realmente viable. Sus supuestos ideológicos conducen a contradicciones y a decisiones extremadas que abocan al desconcierto y a la parálisis de la actividad política. Nuestros propios guardarraíles -las normas tácitas de tolerancia y contención y los políticos con experiencia de los partidos clásicos- han tenido que ceder el campo a la polarización excluyente y a la inexperiencia. La negligencia ante la corrupción y el escaso sentido de Estado de nuestros dirigentes han hecho de ellos presas fáciles para las garras populistas.
Es urgente recuperar el sentido de la realidad, evitar la radicalización y promover situaciones en las que se abran nuevas oportunidades para el reparto equitativo de los beneficios del progreso. La democracia interna de los partidos debe hacerse compatible con el papel moderador de aquellos que acumulan experiencia en la gestión. Pero todo ello necesita de reflexiones profundas y de líderes dispuestos a renunciar al discurso fácil en beneficio del discurso de lo verdaderamente posible. Y tanto lo uno como lo otro parece que escasea aún.
