En el Siglo de Oro se acuñó aquella frase atribuida a Quevedo que decía que un amigo es como la sangre; siempre acude a la herida sin que nadie le llame.
He cumplido cincuenta años. Diez lustros de vida compartida y llena de enseñanzas y escarmientos; de enojos, alegrías y desencantos; de ilusión, risas y suspiros en los que he estado acompañado de los míos; los que nunca me prejuzgaron. Aquellos en los que me apoyo, con los que llevo toda mi vida arracimado y que, aunque los caminos nos separasen, seguimos encontrando un lugar para esperarnos. Junto a ellos nací, me crecieron las alas, me caí cien veces para volver a levantarme y aprender a volar. Junto a ellos he reído y he llorado, he sentido el afecto hermanado y el significado de las palabras perdón, confianza y cercanía, aunque la muerte, con su puñalada, haya desgajado ramas de nuestra cepa común; ¡te añoro Pebels! Y es que las embestidas de la vida, que no son ni pocas ni sencillas, duelen menos cuando se comparten y cuando la sangre, con sus perfectas imperfecciones, acude de forma generosa para cubrir con la pátina del amor todo aquello que nos hiere.
Sí, cumplo cincuenta años; y cuarenta y muchos junto a ellos. Una vida de afectos iniciada en las calles de nuestro San Rafael y en aquella clase de párvulos del antiguo Grupo Escolar José Antonio, al calor de una estufa de leña que impregnó nuestra niñez de sabor a humo, risa, chicle, tiza, barro y eternidad. Desde entonces y hasta ahora.
Como dice el aforismo, ojalá que el camino que me resta por andar siga lleno de leña vieja para quemar, vino añejo para beber, libros viejos para leer y viejos amigos, con los que seguir compartiendo antiguas historias y nuevas vivencias y que acuden como la sangre, en lo bueno y en lo malo, al calor de la amistad.
¡Por vosotros!
