Hoy día los medios de comunicación y particularmente los programas televisivos nos dan con detalle el tiempo que hace y el que va a hacer con exactitud y con una terminología científica. Estos términos, desconocidos por todos hasta hace pocos años, se van prodigando en la calle y ya oímos que en conversaciones cotidianas se habla de “vórtice de masa polar”, “ciclogénesis explosiva”, “tsunamis”, “las borrascas Gabriel o Helena”, “previsión meteorológica”, “cambio climático”, “Altura de las olas de mar”, etc. Hoy ya se habla con naturalidad con estos términos en las tertulias. En las televisiones vemos programas sobre el tiempo reiterando estas palabras y dicho sea de paso las predicciones son tan precisas que se cumplen rigurosamente.
Allá por mis años infantiles y mozos, todo este chapurreado dialéctico no existía ya que comenzó a vislumbrarse tímidamente en la televisión en blanco y negro, sin excesivo rigor científico, con el antiguo meteorólogo Mariano Medina, que en alguna ocasión se confundió estrepitosamente en su pronóstico que le costó cumplir la promesa de afeitarse el bigote. Pues bien, en mis tiempos juveniles resulta que sin tanto tecnicismo en invierno hacía frío y en verano calor, o sea como siempre.
Ahora bien, entonces en invierno caían unas nevadas de aquí te espero. Recuerdo, por ejemplo, que en la calle Real caía una fuerte nevada y como la temperatura durante todo el día no ascendía de cero grados y no se echaba sal a la nieve, ésta se conservaba y al pisarla los viandantes, se compactaba y se hacía como hielo. Al día siguiente caía otra nevada sobre la primera y se volvía a compactar sobre aquella, y así sucesivamente durante una semana o más. Al cabo de cierto tiempo el Ayuntamiento se dignaba a quitar la nieve en las vías más principales, y una brigada de diez o doce obreros, contratados eventualmente, provistos de picos y palas, excavaban en la nieve petrificada arrancándola del pavimento en mazacotes. Era curioso ver la estructura de estos bloques que en su facies presentaban una serie de capas coincidentes con el número de nevadas caídas, ya que cada día al pisar la nevada se formaba una fina capa negra de suciedad procedente de los pisotones de los transeúntes. Se completaba la operación con el riego de las calles que durante cierto tiempo fue el célebre “Pifa” (Epifanio González Velasco) que además de ser el manguero mayor del Ayuntamiento vendía boquerones en vinagre por las bares y tabernas de Segovia.
Estas vicisitudes de entonces no alteraban la vida cotidiana de la gente. Así que yo que iba diariamente pisando nieve desde el Azoguejo hasta la escuela de don Juan Bonefoix situada en la Plaza de San Martín, precisamente en la casa donde vivió el eminente escritor y médico Jerónimo de Alcalá Yáñez (Murcia 1571-Segovia 1632), pasaba más frio que penalidades Carracuca (personaje desdichado de la zarzuela “La Rosa del Azafrán”). Por otra parte como las calorías introducidas al estómago por la pitanza eran escasas la sensación de frío era aún más intensa.
No obstante no se perdía el buen humor y artesanalmente hacíamos lo que eufemísticamente llamábamos un “trineo”. Yo me hice uno con las tablas de un cajón de madera cuyos listones de deslizamiento más gruesos procedían de unas persianas que volaron de la Academia de Artillería un día de un fuerte vendaval; para mejor resbalamiento en ellos clavé unos flejes metálicos que entonces venían atando los fardos de mercancías. Todos estos elementos los ensamblé con clavos puntas de París, de segunda mano, enderezados a mano (ya que escaseaban) y una vez terminado el artefacto bien que me divertí patinando por la que llamábamos la Cuesta de la Academia (calle Ruiz de Alda hoy Teodosio el Grande) aunque existía el peligro de que apareciera un guardia municipal y nos requisara el “vehículo” por lo que algunas veces nos íbamos a trinear al Pinarillo u otros lugares.
Como la nieve permanecía bastantes días sobre el pavimento y las heladas eran fuertes (10 grados bajo cero era frecuente) se formaba hielo sobre el pavimento y los chavales hacían unos largos patines de hasta unos 25 metros con ligera pendiente donde acrobáticamente patinaban. Yo, la verdad, no supe patinar así que nunca me expuse a romperme la crisma en un accidente.
Y así pasábamos el invierno sin zarandajas de “vórtices de masa polar” ni “ciclogénesis explosivas”, sin alterar un ápice la vida cotidiana que para mí era ir a la escuela o posteriormente al instituto de segunda enseñanza hoy llamado de Mariano Quintanilla y Romero (Segovia,1896- ib.1969), persona que por cierto conocí en una visita que hice a su casa de la Plaza Mayor, acompañando a mi hermano que era íntimo amigo de su único hijo.
