(Hoy reproducimos, por su interés y en homenaje a don Antonio Palenzuela, este artículo publicado en El Adelantado de Segovia el 14 de octubre de 1991)
Érase una vez una ciudad antigua y bella, oreada por las brisas de la sierra cercana, a la que llegó un señor obispo nuevo, nombrado por el Papa, como es natural. Hace de esto unos veinte años, más o menos. Antiguamente, hubiera subido, montado en una mula blanca, por la Calle Real hasta la plaza de la catedral. En esta ocasión hizo el recorrido en un modesto coche, pero eso sí, descubierto para que pudieran verle sus nuevos diocesanos; deseosos, además, de recibir las primeras bendiciones del nuevo pastor.
La ciudad le recibió en masa. Siempre ocurría lo mismo, desde muchos siglos atrás. El pueblo se congregaba espontáneamente y con el mayor entusiasmo, sólo por dos motivos: o para dar la bienvenida a un nuevo prelado, como en esta ocasión, o bien, todos los años, para festejar a la Virgen Patrona de la ciudad y su tierra.
Aquel señor obispo llegaba a su diócesis en un momento difícil y aún comprometido. El país estaba gobernado, desde hacía muchos años, por un general que dicen que había ganado una guerra. Muchos pensaban que aquel gobierno oprimía al pueblo y no respetaba los derechos humanos y las libertades de los ciudadanos. Otros estaban conformes y algunos privilegiados se aprovechaban de las ventajas de arrimarse al poder.
La Iglesia por varias razones, algunas explicables y otras menos, había estado muy bien avenida con el Gobierno del general, pero al precio de ciertas sumisiones, le venía dispensando tangibles beneficios, por los que la Iglesia le daba sus bendiciones.
Pero últimamente, acaso en parte porque ya se empezaba a barruntar el ocaso de aquel régimen, algunos clérigos comenzaron a oponerse y a contradecirle, a predicar la necesidad de un cambio, o sea de una democracia. Y, naturalmente, los más atrevidos o radicales fueron perseguidos y algunos encarcelados.
El señor obispo no era político. Era un hombre intelectual y espiritual, con una idea moderna de la Iglesia; moderna porque era la original y verdadera: no la iglesia del poder, sino la de los hombres, y en particular, los pobres, los oprimidos, el Pueblo de Dios.
Por eso chocaba entonces y más cuando se vio que el señor obispo comprendía, ayudaba, visitaba en la cárcel y acogía en la diócesis, incardinaba, a algunos de los curas disidentes. Entonces el señor obispo se hizo muy bueno para algunos —los que se dicen progresistas— y concitó el rechazo de los otros, incluidos ciertos dignatarios eclesiásticos que, con su incomprensión, le hicieron el vacío y dieron paso a un inevitable dolor y sufrimiento.
Mientras tanto el señor obispo no se instaló en el hermoso palacio de sus antecesores. Vivía en un sencillo piso de planta baja y caminaba por las calles solo, como un vecino más, vestido con una modesta sotana negra, sin mayores distintivos. El personal recordaba a anteriores obispos, vestidos de rojo, capa de larga cola, sostenida por el séquito de seminaristas, como los prelados del Renacimiento. A su paso los niños corrían, obedientes y asustados, a besarle el anillo.
Resultó que aquel señor obispo era un hombre sabio y bueno y así lo vio y comprobó el pueblo —que conforme a su vieja sabiduría cree más en los hechos que en las palabras— año tras año. Se vio que aquel hombre no tenía los defectos comunes de los mortales: no era soberbio sino humilde, y le eran por completo ajenos la vanidad, la ambición y la codicia.
En la ciudad daba cada día testimonio vivo de la disciplina que se llama moral. Sencilla, naturalmente, sin ostentación alguna. Ahora, en una sociedad en gran parte desmoralizada y deshumanizada, ávida de dinero, opulencia y goce, cuando alguien se preocupa de la moral no tiene más que dirigir su mirada a aquel señor obispo que hace unos veinte años entraba por las puertas de la ciudad.
