Como premio a mis largas vigilias de investigación en el laboratorio de observación social he conseguido la gran ilusión de cualquier científico: voy a dar nombre a una ley de valor universal. Y eso, en el ámbito de las ciencias sociales, tiene un mérito enorme.
Tentado estoy incluso de ampliar su aplicación a las ciencias psico-sociales.
La llamaré sin complejos “Ley Montero sobre utilidad social de los seres y grupos humanos”. Me anima, además, que pueda enunciarse (al estilo de la de Einstein o Newton) de un modo sencillo: “Para toda persona discreta o grupo humano positivo se da siempre: I —V >0 (siendo I= Inteligencia y V=Vanidad)”. A diferencia de la Teoría de la relatividad, que tiene un enunciado general y otro particular, la mía unifica en la misma expresión las dimensiones particulares (persona a persona) y las generales. En este último caso puede aplicarse a grupos humanos muy diversos: en función del sexo, creencia en vida extraplanetaria o no, clase social, nivel cultural o no, equipo de fútbol, universidad en la que te matriculaste, nacionalidad con la que te identificas, etc. No importa el tamaño. Basta con trabajar con medias de inteligencia y vanidad a partir de datos individuales.
Pero vayamos a lo que importa. En términos operativos la ley Montero casi nunca presenta un equilibrio estable. Lo normal son las desviaciones. Es muy difícil encontrar una persona que sea tan inteligente como vanidosa; porque no es fácil ser tan listo; aunque esa posibilidad (por ahora no contrastada en laboratorio) no deba descartarse en teoría. El simple equilibrio constituye ya un éxito para la humanidad. Lo confirman los experimentos realizados, contrastados con grupos de control. Tan es así que el equilibrio a nivel individual se ha caracterizado como propio de persona discreta. Dicho de otro modo, el discreto (y la discreta) se define como individuo del género humano que resulta tan vanidoso como inteligente (o viceversa).
El diccionario equipara a los discretos con los moderados, los identifica con los que no cometen excesos, los define como capaces de discernir (¡casi nada en estos tiempos!).Incluso añade un matiz histórico: sirve en algunas comunidades para designar a aquella persona que acompaña al jefe y le aconseja. Ganas dan de reformar la constitución para institucionalizar esta figura junto al Presidente del Gobierno.
Lo normal, en las largas observaciones del laboratorio social, han sido resultados en los que predominaba la vanidad sobre la inteligencia. Este resultado negativo no ha de entenderse necesariamente como predominio de la estupidez en los actos humanos, basta con que gane la vanidad. Los resultados han de explicarse con la ayuda inestimable de la lingüística.
No hay un término propio que se ofrezca como antónimo de discreto. Hay que recurrir a la palabra compuesta: indiscreto, para definirlo. Pero indiscreto sí tiene sinónimos: entrometido, curioso, hablador, chismoso, murmurador, bocazas, lengua larga… Como se ve ninguno de estos conceptos implica falta de inteligencia. Más bien al contrario: por desgracia, existen chismosos con buen coeficiente intelectual; bocazas ocurrentes; curiosos y entrometidos hábiles; murmuradores astutos; etc., etc.
Lo más llamativo de las sucesivas oleadas de comprobaciones ha sido la persistente aparición de la vanidad en todas su variantes. Por ejemplo: las “celebrities” declaran (muchas veces sin provocación previa del entrevistador del experimento) que no se arrepienten de nada de lo que han hecho. Como han superado el test de inteligencia general con nota media aceptable, sólo cabe concluir que o les falta memoria (aspecto discordante con otros experimentos) o son de una vanidad pueril. Al mismo nivel se encuentran muchos políticos: no hay forma de que reconozcan que se han equivocado alguna vez. Pero lo más sorprendente para el investigador han sido las altas cotas de vanidad que se encontraban entre los grupos que podrían considerarse normales: profesores universitarios, empresarios, empleados municipales, funcionarios de rangos diversos, personal de atención al público, etc.
La ley Montero exige aún ajustes que permitirán afinar su carácter predictivo. Los experimentos continúan. De momento habrá que conformarse con la máxima clásica: el mejor negocio del mundo es comprar a la gente por lo que vale y venderla por que cree que vale. Genera plusvalías enormes incluso con gente humilde de verdad.
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Julio Montero es Catedrático de Universidad.
