Hace algún tiempo escribí un artículo (en el año 2017) sobre el tema de Gibraltar que con el título de VUELVE LA BURRA AL TRIGO publiqué en mi libro titulado CRONICAS MALDITAS (mayo, 2018) donde hacía ciertas consideraciones sobre el tema.
Entonces venía a decir: Hace 304 años, muerto el último rey de la Casa de Austria Carlos II, el Hechizado, sin heredero, para ocupar el trono se produce la Guerra de Sucesión. Terminada ésta se entroniza la Casa de Borbón en la Corona Española subiendo al trono el rey Felipe V, el Animoso, que firmaba el 13 de julio de 1713 el tratado de Utrecht, que en su artículo X dice entre otras cosas: “que la Corona Española cede la plena y entera propiedad del Peñón de Gibraltar a la Corona Inglesa” (1).
A lo largo de los años, todos los gobiernos españoles, sin excepción, han protestado, en algunas ocasiones de una forma desmedida, por la integración de la Roca al Estado Español, sin resultado alguno.
Como esta reivindicación siempre se ha producido en coyunturas excepcionales, el pueblo llegó a sospechar que cuando el gobierno tenía alguna dificultad política o diplomática o se veía comprometido, sacaba a relucir la cuestión de Gibraltar como una cortina de humo que ocultase el aprieto por el que atravesaba.
También decía que como español, naturalmente me dolía que un pequeño territorio perteneciente a nuestra patria pertenezca a otra nación. En efecto, Gibraltar tiene una superficie de 6 kilómetros cuadrados dominados por un gran peñón calcáreo de 425 metros de altitud, que cuenta con numerosas grutas y túneles naturales a los que se han añadido otros construidos con distintos fines. Por cierto que en algunas grutas se han encontrado vestigios del hombre de Neanderthal. También me duele que Andorra sea una nación independiente. Incluso Portugal me gustaría que formase un solo estado con España (existe una corriente minoritaria en Portugal que así lo desea) y que la Península Ibérica fuera una única nación. La Hispania romana fue una única provincia del Imperio romano que abarcaba toda la península ibérica.
En esto estaremos de acuerdo todos los españoles de bien que tengamos un ápice de sensibilidad y amemos a nuestra patria que es España. En consecuencia nos da una rabia contenida y nos exaspera el ver que una nación extranjera disponga de un trozo de nuestra patria aunque sea tan minúsculo como el Peñón.
Con el llamado Brexit que es la salida del Reino Unido de la Comunidad Europea, al parecer, aquél ha modificado el documento “con nocturnidad y alevosía” por el cual han metido de “matute” un artículo, el 184, que soslaya la intervención de España en el futuro chalaneo que pueda hacerse con Gibraltar. Esto ha exacerbado a la clase política española y supongo que a muchos españoles (no al pueblo llano que esto le trae al pairo, bastante tiene con hacer malabarismos para llegar a fin de mes).
Pedro Sánchez tiene la prerrogativa de vetar este tratado, pero esto no serviría de nada, aunque en el día de hoy se ha corregido el documento y se ha introducido la palabra España como interventora de cualquier modificación que altere el estatus de Gibraltar. Al parecer esto no es vinculante por lo que don Pedro no está conforme y vetará el acuerdo. Pero a mí me parece que esto es como lo que dice don Juan Tenorio en la obra homónima de José Zorrilla: “Me hacéis reír, don Gonzalo; pues venirme a provocar, es como ir a amenazar a un león con un mal palo”, porque la decisión del Brexit es categórica, pese a quien pese y Gran Bretaña se separará de la Comunidad Europea con o sin acuerdo, esto es por las buenas o por las malas, con o sin veto.
En cuanto al Peñón de Gibraltar, Theresa May claramente ha dicho que “la soberanía del Peñón es plenamente del reino Unido” y de ahí que conforme al tratado de Utrecht tenemos y debernos de achantarnos. Otra cosa es que por las buenas, los políticos puedan negociar ciertas ventajas para los españoles respecto a la Roca.
Todo lo que digo a continuación lo escribo con “harto dolor de mi corazón”, porque una cosa son nuestros buenos deseos y nuestras aspiraciones y otra muy distinta el pragmatismo con el que los políticos se deben de conducir.
Supongamos que Gran Bretaña nos entregara la Roca, aceptando las dos resoluciones de la ONU, las 1514 y 1541 que abogan por la descolonización del Peñón. Ahí estaría agazapado, con la sagacidad que caracteriza a los musulmanes, el Rey de Marruecos Mohamed VI, que saldría a la palestra “ipso facto” con la zarpa en ristre para reivindicar las ciudades de Ceuta y Melilla. Esto añadiría a la diplomacia española un problema de grandes dimensiones irresoluble por medios pacíficos. Marruecos solicitaría en principio, por las buenas, la dación de éstas, poniendo de ejemplo la entrega generosa de Gibraltar a España por el Reino Unido, y si no se le entregaban estas plazas de “motu proprio” por las buenas, aplicaría otros procedimientos no tan pacíficos, creando una grave contrariedad al Estado Español, salvo que se bajaran los pantalones, que por otra parte ya nos tienen acostumbrados secularmente en otras circunstancias, ya que recuérdese la ignominiosa entrega del Sahara Español a Marruecos por la presión de la “marcha verde” que consistió en la invasión marroquí del territorio del Sahara Español iniciada el día 6 de noviembre de 1975, aprovechado que Franco estaba en su agonía. También se han bajado los pantalones en otras muchas ocasiones que están en la mente de todos como la rendición del Gobierno ante el terrorismo de ETA en tiempos de José Luis Rodríguez Zapatero.
Si el Estado Español se mantuviera en sus trece, el problema podría costar mucha sangre por ambas partes y yo creo que en el siglo XXI, el pueblo lo que desea es vivir tranquilo y en paz y lo que abomina son las guerras, si no miremos con ojos de compasión lo que está ocurriendo en Siria.
¿Han pensado los políticos que nos rigen la dimensión del problema de desmantelar estas dos ciudades españolas en África, reintegrar a los españoles que allí viven a la Península y entregárselas a Marruecos?
En resumidas cuentas considero, y lo digo con gran dolor de mi corazón, que nos conviene dejar las cosas como están y no “meneallas”, no meternos en berenjenales y no cometer más tropelías.
