Pertenezco a la promoción de Derecho del añorado Colegio Universitario “Domingo de Soto” de Segovia, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid, que inició sus estudios en el año 1978. Desde la privilegiada atalaya de las aulas del palacio de Mansilla, fui testigo privilegiado junto a mis compañeros del proceso constituyente que concluiría con la redacción del texto fundamental, sometido a referéndum del pueblo español, el día 6 de diciembre de aquel año. Nuestro profesor de Derecho Político, Don Antonio Torres del Moral, que corriendo el tiempo acabaría siendo rector de la UNED, nos iba narrando, partido a partido, el consenso alcanzado en la redacción de los diferentes artículos como resultado de los encuentros que se venían disputando en el hemiciclo de la madrileña Carrera de San Jerónimo. Cuando éstos concluían empatados, ahí estaba la intervención arbitral de los dos magos de la negociación: Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra, representantes de las dos fuerzas políticas mayoritarias en aquellas Cortes constituyentes, UCD y PSOE, para buscar entre los dos las soluciones más idóneas.
No niego que el hecho de haber vivido aquellos acontecimientos de forma muy intensa, me haya llevado a implicarme de forma personal con ellos, sintiendo como algo propio todo aquel proceso con el que se materializaba la reconciliación definitiva de las dos Españas. Lo mismo sucedió cuando en los cursos posteriores fuimos estudiando todos los cambios legislativos que la entrada en vigor de la Constitución exigía, como fue el caso de la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980, o de la reforma del Código Civil en materia de derecho de familia de 1981, en paralelo con la del Código Penal, que vino a poner fin al delito de adulterio, legalizando el divorcio y sobre todo igualando a la mujer con el hombre en el ejercicio de todos los derechos civiles.
El consenso final alcanzado entre la práctica totalidad de las fuerzas políticas representadas en el Parlamento de 1978, con algunas minoritarias excepciones, está construido a partir de las renuncias exigidas a cada partido para permitir que resultara una Constitución de todos y no la de un grupo impuesta a los demás. Dos fueron las renuncias más trascendentales, una afectaba a la forma del Estado y la otra a su configuración territorial. La izquierda tuvo que renunciar a la república, admitiendo una monarquía parlamentaria del mismo carácter de las que llevaban décadas e incluso siglos asentadas en una buena parte de Europa y que había llevado a sus respectivos países a las cuotas de prosperidad y bienestar social más altas desde el término de la Segunda Guerra Mundial. A cambio, el centro derecha español renunció al Estado centralista que había sido bandera del franquismo, aceptando una nueva organización territorial en el que se admitía el derecho de las nacionalidades, regiones y provincias para poder acceder a la autonomía de sus respectivos territorios, sin más límite que el de la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. De esta forma quedó cerrada la Constitución de 1978 como un todo equilibrado en el que no podía prescindirse y modificar una parte de aquel, sin que se alterara la naturaleza del mismo y por lo tanto, sin que se produjera la desaparición del consenso en que se inspiraba.
Han transcurrido 40 años y hemos tenido ocasión de comprobar cómo se han comportado estos dos pilares fundamentales de la Constitución, sobre los que se asentó aquel acuerdo marco. La organización territorial contenida en el Título VIII nos ha llevado a la configuración actual del llamado Estado de las Autonomías, que a pesar de sus luces y sus sombras, hemos de reconocer en su haber, que ha contribuido al bienestar y prosperidad alcanzado y jamás antes conocido; mientras que en su debe hay que poner el riesgo al que ha conducido el sistema, al profundizar más en aquello que nos diferencia que en lo que tenemos en común, sin contar que al expandirse con carácter general no ha dado satisfacción a las pretensiones diferenciales de algunas autonomías periféricas, que han rebasado el techo constitucional para poder ser atendidas.
Las dudas en la actual configuración territorial tienen preferentemente su causa en la mayor proliferación de cargos públicos, que ha incrementado el gasto corriente, además de asumir un mayor riesgo de corrupción, mal éste que desgraciadamente ha venido golpeando al conjunto de las administraciones públicas, independientemente de su color político. Tampoco ha favorecido a la causa autonómica el excesivo traspaso de competencias transferidas desde la Administración Central, que está impidiendo que los derechos básicos de la ciudadanía, como pueden ser la sanidad y la educación, se puedan ejercer en igualdad de condiciones en todo el territorio nacional.
Menos desgaste se ha detectado en el funcionamiento institucional de la Monarquía Parlamentaria, a pesar de haberse convertido últimamente en la diana preferida de los movimientos más radicales cultivados por la terrible crisis económica y que ven en la figura del Rey el muro más infranqueable a sus revolucionarias intenciones. Sin embargo, cuando en los momentos de mayor gravedad por los que ha pasado la convivencia democrática de los españoles, ha sido requerida la actuación de la Corona, ésta se ha mostrado siempre como la mejor garante en la defensa de la Constitución que entre todos nos dimos. Sin apartarse un ápice de sus competencias, evitó primero el golpe de Estado militar del año 1981; y más recientemente, exigir el cumplimiento del vigente orden constitucional, y sobre todo dar la cara ante todo el país en el intento de los independentistas catalanes del pasado año para romper la unidad de España. En el primer caso, el Rey paró el golpe ejerciendo el mando supremo de las Fuerzas Armadas, otorgado en el artículo 62.h); y en el segundo, cumpliendo con el papel moderador en el funcionamiento de las instituciones y como símbolo de la unidad del Estado, que le atribuye el artículo 56.1.
Pero si a pesar de todo, los españoles deseamos modificar la forma del Estado, así como cualquier otro precepto constitucional, ya sabemos cuál es el camino para ello: acudir a la reforma regulada en el Título X, obteniendo la aprobación de las Cortes con las mayorías cualificadas que allí se exigen y someterlo posteriormente al referéndum del pueblo español. Todo lo que se haga al margen de este procedimiento no tiene más valor que el de intentar romper las normas de juego vigentes, utilizando procedimientos que solo pretenden imponer a los demás sus ideas. Ya vamos intuyendo cuál es el objetivo final que se persigue: obtener por la fuerza lo que no se haya podido conseguir en las urnas.
