Dos grandes fotografías aéreas de dos pequeños pueblos centran la decoración de la Cafetería La Moloa. El nombre del establecimiento —en gacería—, y las imágenes, hacen sentirse a quien llega a Madrid, mucho más cerca y permiten adivinar el origen de Diego García Sacristán (Cabezuela, 1944).
Aunque lleva cerca de 60 años en la capital del reino, no ha perdido ni un ápice de su vinculación y amor a su tierra natal. Y ese apego lo ha sabido transmitir a sus hijos, Diego, Silvia y David.
Durante este medio siglo de profesión, la seña de identidad de este segoviano ha sido la amabilidad y el buen trato. Saber cuándo hay que guardar silencio como respeto al cliente, y cuándo éste busca conversación, forman parte del manual de profesión que aún no ha escrito. La otra parte del libro la completarían las recetas de Feli Medina, su esposa, alma mater de la cocina, y que siempre le ha acompañado. “Fue el Viernes Santo de 1968 cuando se fijó en mí al entrar en el bar. Ahora discutimos porque no sabemos a quién le tocó la lotería ese día”, asegura en tono jocoso.
Diego había llegado a Madrid en 1959 con 25 pesetas en el bolsillo y muchas ganas de trabajar. Comenzó en el bar Mariano Polo en la zona de Ventas. De ahí pasó a Casa Maxi, en la Puerta de Toledo, donde estuvo 25 años. “Era el Asador Donostiarra de la época”. Allí atendió a personajes como el literato Francisco Umbral, políticos como el ministro y alcalde Agustín Rodríguez Sahagún, o a Carlos Arias Navarro, a futbolistas, artistas, actores… De las muchas anécdotas vividas, parte de las cuales no puede confesar, recuerda la del joven con aspecto mísero, casi mudo y que bajó de un camión procedente de Galicia a las seis de la mañana. Seis horas después le recogió un turismo. Era Amancio Amaro Varela, quien volvería luego en varias ocasiones, ya convertido en pichichi y figura futbolística del Real Madrid.
La afición al fútbol ha marcado la trayectoria de Diego García, que, como sus compañeros, se quedó sin indemnización alguna al cerrar el establecimiento por jubilación del dueño, José María Junco. De ahí pasó al Yakarta, famoso por sus berberechos.
Luego fue reclutado por otro hostelero vinculado a Segovia, Manuel Romero, para trabajar de encargado en El Horreo, cerca del estadio Vicente Calderón. Allí vivió y sufrió los triunfos y derrotas del Atlético de Madrid hasta 1995 en que adquirió su primer bar en la Gran Vía. Diez años después abrió ‘La Moloa’, en la Glorieta de Santa María de la Cabeza. Con él patrocina un equipo de fútbol formado por segovianos que inician su vida laboral en Madrid.
El carácter gentil y amable lo lleva Diego en la sangre, quizá heredado de su padre Casildo García Blanco. En la bodega doméstica, que lleva excavada más de 200 años en su pueblo natal, se han establecido tratos, limado asperezas y fortalecido amistades. Lugar de diversión y de confesiones, ha sido en este sombrío y fresco espacio por el que han pasado, con el vino como excusa, desde modestos agricultores a altas autoridades.
A fondo:
Un paraje de la provincia de Segovia: Las Hoces del Duratón
Un lugar preferido de Madrid: La Puerta de Toledo
Un plato: Cordero lechal de las Pedrizas
Una bebida: Un vino de la Ribera de Protos
Un deporte: El fútbol, cuando gana el Real Madrid
Un equipo: El Real Madrid
Una afición: Estar con mi familia, hermanos, sobrinos…
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