Después de ver a Olivia Molina en el papel de Tristana resultará complicado imaginar, si en algún momento fuera preciso, una Tristana que no sea ella. Benito Pérez Galdós estaría agradecido —que no en deuda; uno de los principales dilemas que plantea la obra— de que Eduardo Galán y Alberto Castrillo-Ferrer la eligieran a ella y no a otra para un papel con tanto entusiasmo, con tanta vitalidad, con tanta inocencia y tanto ímpetu. Olivia Molina consiguió en el Juan Bravo, desde las primeras líneas, que los aplausos que parecen derecho de la naturaleza en el teatro fuesen, además, obligación.
Parece complicado hablar de la obra sin mencionar una y otra vez la verdad que la pequeña de los Molina le da al texto, desde la primera conversación de Tristana con Saturna —una Diana Palazón que termina de alinear los planetas del guión de Pérez Galdós con el equilibrio que brinda a las relaciones de la protagonista con su reducido mundo— hasta la última imagen, del brazo de Don Lope en el altar, logrando crear en el espectador un sentimiento ambiguo. De pena porque la romántica Tristana no consigue ni uno de sus propósitos y de alegría por sentir que quizás el viejo tiene algo de corazón; pese a que éste no esté encajado en el hueco de la joven, al menos a Tristana le quedará un futuro digno, aunque no sea prometedor.
Benito Pérez Galdós le pedía a Tristana ilusión, imaginación, ensoñaciones y mucho brillo en los ojos en las primeras líneas de la obra. Y Olivia Molina cambiaba de postura de forma insistente, le contaba a Diana Palazón que le gustaría ser escritora y nunca jamás casarse, le hablaba de ser ministra y se subía a la mesa con las enaguas encogidas mirando al horizonte. Un horizonte en el que después, Pérez Galdós era tan cruel de pedirle a la misma Tristana nostalgia, tristeza, enfermedad y autocompasión. Si acaso una pizca de rabia. El gesto de Olivia Molina iba cambiando a medida que los derechos de la naturaleza que Tristana creía certeros se iban desvaneciendo con la historia, a media que la protagonista iba enfermando y también a medida que su relación de amor idílico con Horacio se iba diluyendo como acuarela.
Lo más curioso para los espectadores fue, seguramente, comprobar cómo entre expresiones arcaicas y sonrojantes, especialmente en las escenas de amor y misivas, el texto de Benito Pérez Galdós seguía contando con situaciones que no resultarían tan extrañas en el mundo femenino del siglo XXI. Situaciones que cualquiera de las mujeres y muchos de los hombres de hoy en día entenderían como derechos de la naturaleza y que, pese a haber pasado ya más de 120 años, otros muchos hombres y, lo que es más triste, algunas mujeres, seguirían entendiendo como concesiones de la sociedad. “Lo bonito es que Tristana no levanta banderas, lo hace por derecho natural”, contaba Olivia Molina a una entrevista realizada por el Teatro Juan Bravo sobre el feminismo de la protagonista. Y era verdad.
