Escenas horribles se vivieron el pasado sábado en el hospital improvisado de los Hermanos Musulmanes ante la mezquita Rabia al Adawiya en El Cairo: fallecidos y heridos graves envueltos en sábanas cubiertas de sangre alineados sin fin. Los médicos operaban literalmente encharcados en sangre. La causa de muerte más frecuente: heridas de bala en la cabeza y el pecho. El Ministerio de Sanidad habló de al menos 80 muertos, pero la formación islamista del expresidente derrocado Mohamed Mursi cifró en más de un centenar las víctimas de la violencia policial.
En las horas antes, los seguidores de Mursi se habían enfrentado con los agentes cerca de la salida a la autopista urbana. En batallas callejeras que duraron horas, los uniformados dispararon con munición real directamente contra los manifestantes, después de que los islamistas salieran de su campamento ante la mezquita situada en la barrio de Ciudad Naser para bloquear la autopista urbana. La Policía intentó impedirlo y no está claro cómo llegó a utilizar munición real contra los cientos de manifestantes. Es posible que entre los proMursi hubiera gente con armas de fuego, pero hasta ahora no ha sido probado. El Ministerio del Interior informó de que más de 50 agentes resultaron heridos.
Pero pese a ello, el alcance de la violencia de las Fuerzas de Seguridad parece desproporcionado y ayer se produjo un nuevo deceso en enfrentamientos en Alejandría de islamistas con uniformados. «No puede imaginarse que se produzcan tantos muertos sin intención de matar», señaló Nadim Houry, observadora de la organización defensora de los derechos humanos Human Rights Watch.
A ello se añade que esa intervención de la Policía sigue un modelo muy bien conocido en Egipto: el uso excesivo de la fuerza fue un instrumento de dominio del expresidente Hosni Mubarak, lo que culminó en la revolución de comienzos de 2011, cuando unos 800 manifestantes fueron asesinados antes de que se decidiera a dimitir. Incluso después, esa violencia no desapareció de la vida cotidiana del país, ni durante el caótico dominio transitorio del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que asumió el poder tras la dimisión de Mubarak, y tampoco durante el Gobierno de Mursi, el primer presidente elegido democráticamente en la historia del país.
Desde su derrocamiento por el Ejército, las fuerzas de seguridad retienen las riendas más fuerte que nunca, como muestra la forma de actuar contra los manifestantes, con menos escrúpulos que nunca desde la revolución de 2011.
