Durante los años 60 y 70, Jesús Franco era sinónimo de cineasta zascandil y heterodoxo, oscuro y maldito, pecaminoso. Ni en la España que le vio nacer era fácil ver su obra, desperdigada por cines de barrio en copias infames y masacradas por la censura, con títulos tan truculentos como La mano de un hombre muerto, El proceso de las brujas, Bésame, monstruo, La noche de los asesinos o Las vampiras. Revistas de cine francesas, que algún amigo traía de hurtadillas o en El Rastro madrileño te vendían bajo cuerda, y que los cinéfilos de mi generación comprábamos con temblorosas miradas huidizas a derecha e izquierda, publicaban a veces fotos, sugestivas y prometedoras, de las cintas que este madrileño escurridizo hacía para mercados foráneos, donde Soledad Miranda no tenía nada que ver con la dulce heroína de Currito de la Cruz, y actores tan fascinantes como Christopher Lee o Klaus Kinski prometían escabrosas maldades sin nombre. La radical imposibilidad de visionar esas películas intensificaba el mito de forma incluso enfermiza, así como el hecho de que Jesús Franco, Jess Frank allende los Pirineos, procediera de una familia hispana de ilustre tradición cultural: cuñado de Julián Marías y tío de Miguel y Javier Marías, por ejemplo.
El regreso del maestro al cine español, y al país en general, tiene lugar hacia finales de los años 70, concluida ya la Dictadura. El cine que rueda ahora por lo común se olvida de los terrores góticos y las intrigas siniestras del inicio, para decantarse por el porno blando, el entrañable clasificada S. El mito se resquebraja, en cierto modo, pero su -relativa- accesibilidad conlleva que se convierta en un punto de referencia, y de admiración, para una nueva generación de cinéfilos, crecidos a la sombra del video doméstico, y denominados, generalizando, frikis.
Sus trabajos son cada vez peores; sin embargo, el reconocimiento comienza a llegar para Jesús Franco. Y así hasta que obtiene el Goya de honor y fallece convertido en una leyenda viviente, en uno de los pocos cineastas españoles que encajan en la denominación de culto. En consecuencia, ya quien más y quien menos lo admite como figura perfectamente anómala en la historia del celuloide nacional. Tanto por llamativas cuestiones estéticas -su obra amalgama cinefilia, guasa, sexo y jazz, en las correspondientes dosis según la película- cuanto por inauditos factores industriales; su filmografía roza la cifra record de 200 largometrajes. El hecho de que trabajara ininterrumpidamente desde 1953 hasta el 2012, nada menos, remata la excepcionalidad del caso.
Yo comencé a tratarle en 1982, y desde entonces nuestra relación conoció altibajos de toda índole, de los personales a los profesionales. Entre mis diversos trabajos, destacaría que Jesús inspiró mi personaje de Jacobo Blanco para mi cuarta y más exitosa novela, Nueve colores sangra la Luna, en el 2005, y el ensayo Jesús Franco, que publiqué en la editorial Cátedra en el 2011, y presentó en Filmoteca Española uno de los actores emblemáticos de Jesús, el americano Jack Taylor. A propósito, estos dos libros figuran entre los que prefiero dentro de mi obra (el uno dentro del bloque literario y el otro del ensayístico). Y jamás negaré la enorme importancia que Jesús Franco, su cine y su persona, ha tenido en mi vida y en mi obra. Un abrazote, y gracias por todo, Jesús.
