Si San Ignacio de Loyola levantara la cabeza, seguramente rezaría agradecido al ver cómo uno de sus hijos, 473 años después de fundar la Compañía de Jesús, se convertía en el Vicario de Dios en la Tierra. Seguramente, aprovecharía para recordarle que todos los miembros de la orden deben estar siempre preparados para ser enviados, con la mayor celeridad, allí donde fueran requeridos por la misión de la Iglesia. Por eso, los jesuitas profesan los tres votos normativos de la vida religiosa (obediencia, pobreza y castidad) y, además, un cuarto voto de obediencia al Papa, circa misiones.
Desde ayer, Jorge Mario Bergoglio tiene el encargo más difícil posible, el destino más incierto: unir a una institución que vive uno de sus momentos más delicados, pese a que el vendimiador Benedicto XVI, como así se presentó en la Plaza de San Pedro un 19 de abril de 2005, ha expiado -con su salud- los pecados pasados -como el oscuro telón de la pederastia- y tuvo que retirarse ante los escándalos del Vatileaks porque no se veía ya con fuerzas.
Militar para Dios bajo la bandera de la cruz y servir solo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Así reza la Fórmula del Instituto, confirmada por Julio III en 1550.
Ahora es el momento clave para los católicos de hoy, en un mundo dominado por una crisis que no es solo económica sino también espiritual. Quién sabe si el padre de esta congregación, que siempre tuvo entre sus principales preocupaciones la renovación interna de la Iglesia y sus religiosos, podía imaginarse que el Pastor de todos los rebaños tendría hoy ante sí la titánica tarea de enderezar el rumbo de una nave que, por momentos, estuvo a la deriva, y que solo gracias a la valentía y a la humildad del timonel alemán no zozobró.
Quienes hayan votado a Francisco en la Capilla Sixtina sabían a ciencia cierta que, como buen jesuita, no le temblaría la mano, aunque sea de salud quebradiza su dueño, a la hora de acometer cuantas reformas fueran necesarias para hacer llevar a todo el mundo el mensaje de Cristo.
Y para acercarse al pueblo, renunciaron a tener hábito propio. Nótese la sencillez con la que vestía el nuevo Obispo de Roma en su presentación. Tampoco vivían encerrados en los conventos, sino que se dedicaron a la enseñanza, por ejemplo, en las universidades. Ahora le espera la aldea global, la de unos hombres que nunca antes habían estado tan bien comunicados como solos.
Conviene recordar que la Societas Jesu está considerada como la vanguardia intelectual de la Iglesia católica y es conocida por tener muy buenos predicadores. Educación, evangelización y espiritualidad, así como la preocupación por los pobres conforman los pilares de esa orden, que exige a sus miembros una formación sólida: los jesuitas son licenciados en Teología y Filosofía.
En el continente americano, los jesuitas llegaron en primer lugar a Brasil y más tarde a Florida, Perú y México. Como si de un boomerang se tratara, ahora llevará el Cetro de Pedro un hombre venido de unas tierras de evangelización que casi se convierten en la tumba del sueño de san Ignacio de Loyola.
En sus casi cinco siglos de vida, la Orden, integrada hasta la fecha exclusivamente por hombres, fue expulsada de varios territorios por no ser bien vistos en Roma. Las intrigas que allí se daban -y que salieron al exterior hace poco más de un año-, junto con los intereses políticos de superpotencias como los reinos de Francia, España y Portugal, provocaron que el Papa Clemente XIV los disolviera en 1773.
A nivel interno dentro de la Iglesia, en las últimas décadas se vio arrinconada la congregación por el sesgo político de su reforzada lucha contra la pobreza. Y ahí radica el gran misterio del veredicto del Cónclave: se eligió a uno de esos marginados tras cinco votaciones. Mucho habrá pesado ese deseo de renovación entre los príncipes de la Iglesia, que han parecido entender el mensaje del pueblo: que se acerque más a éste. Por eso, en un acto sin precedentes, Francisco I se arrodilló ante sus fieles tras observarles con la calma y la templanza propias de uno de esos misioneros que, hace unos cuantos siglos, acogían entusiasmados cualquiera de los destinos que los superiores de su congregación les confiaran.
La labor de los jesuitas se desarrolla en más de 127 países, gestionando unas 297 universidades, así como casi una treintena de televisiones y cerca de 200 revistas. En un mundo que demanda continuamente información, que está tan interconectado, parece que esta orden llega en el momento preciso.
