Solía acompañar a mi padre en alguno de sus paseos vespertinos por los caminos que todavía serpentean su trazado entre los campos de cereal que coronan el cerro de las Lastras. En uno de sus tramos donde se visualizan los altos de la Piedad, nos parábamos a contemplar el avance de las obras de lo que iba a ser el nuevo Hospital General enmarcado por la panorámica del “casco viejo” de la ciudad. Según la reseña histórica, este comenzaría su andadura un 20 de Noviembre del año 1974, cosa que no dejó de tener cierta ironía si recordamos lo que iba suceder justo al cabo un año natural. Por entonces, el nuevo hospital ya se había convertido en una especie de símbolo de modernidad y de optimismo, en sintonía con lo que el futuro estaba por depararnos.
Cincuenta años nos proporcionan de sobra, la perspectiva necesaria y la legitimidad de poder recordar y comentar, un contexto carente de odio y de rencor, que nos facilitó la convivencia mediante una ejemplar “política de Estado” y una gestión que ejercitaba el respeto por las diferentes ideologías y la tolerancia con el contrario. Evidentemente, aquella manera de hacer política “de la buena”, se ganó la confianza y proporcionó la tranquilidad a una gran mayoría de ciudadanos que pensaron que en un momento tan delicado, estábamos en las mejores manos, o por lo menos, en las adecuadas para desarrollar los proyectos y los programas que alejados del sectarismo ideológico, se enfocaron en lo realmente práctico y en lo estrictamente necesario para delinear un horizonte de bien común. Sin embargo, si comparamos aquellas expectativas con el presente, se perciben con un efecto muy contrario.
No recuerdo el momento donde se generó ese punto de inflexión en la línea de confianza y de credibilidad de una gran parte de la clase política. Quizás todo empezó cuando en plena época de bonanza, mientras recolectábamos la cosecha de “aquel espléndido legado”, preferimos mirar para otro lado sin preocuparnos y perdiendo el interés por los asuntos políticos, les dimos un relativo papel secundario. Sin cerciorarnos, estábamos empoderando o facultando a cualquiera que careciese de escrúpulos, para campar a sus anchas. Algo así, como cuando les sentamos, junto a algunos sindicatos, en los órganos de dirección de lo que en otros tiempos fueron “nuestros bancos”, “las Cajas”. O cuando permitimos que se impulsasen las competencias autonómicas de todos aquellos proyectos territoriales a modo de pequeños e “inoperativos estados” (como los últimos acontecimientos vienen demostrando) que no solo acentuaron las diferencias entre los españoles en función de su origen o residencia, también están facilitando la extorsión y el mercadeo descarado y con él, los agravios comparativos entre ciudadanos. Evidentemente, algo poco democrático. Sin embargo, los verdaderos síntomas del cambio se evidenciaron en plena crisis económica con los primeros sablazos a las clases medias que hicieron intuir un potencial horizonte de modelo social y económico al estilo de algún país latinoamericano. Ya saben, ese empobreciendo progresivo de una ciudadanía cada vez más radicalizada, dentro de un sistema susceptible de ser colonizado y regulado en todos los espacios, por chiringuitos clientelares bien financiados y una fiscalidad de “gran hermano voraz”. Todo ello encuadrado por una faraónica y redundante administración, engordada en función de la idoneidad ideológica en detrimento de los perfiles más técnicos de gestión, incluida la educación. Un escenario donde se suele terminar naturalizando la corrupción de la mano del nepotismo, la mentira y la decepcionante percepción de que la clave de todo éxito en la vida, tanto económico como profesional, va a estar determinado por el grado de vinculación y de afinidad con el poder de turno.
Tan decepcionante es ese supuesto de “retroceso con piel de progreso”, que prefiero volver a ese presente que conserva los destellos luminosos de aquel pasado esperanzador, como fue el hospital del que hablábamos y que acaba de cumplir más de cincuenta años. Un lugar donde una gran mayoría de la generación que lo materializó, se fue despidiendo con la tranquilidad y el sosiego de haber encontrado, justo allí, las mejores de las atenciones en un contexto de gran profesionalidad por parte de un personal sanitario lleno de humanidad, capaz de aportar a quienes lo necesiten, la atención y el consuelo necesario. Especialmente para esa generación, “la mejor”, a quienes siguen proporcionado en el final de sus días, una dignidad a la altura de la magnitud de “su enorme legado”. No olviden nunca ese panorama de futuro esperanzador, forjado a base de honradez y de esfuerzo, que desarrolló las estructuras de un crecimiento, con grandísimas expectativas para los que veníamos por detrás disfrutando de un estado del bienestar in crescendo y enfocado en los países más avanzados. Sin duda, tiempos mejores y a la vista de los acontecimientos, también mejores políticos y definitivamente, mejores ciudadanos. Aunque algunos opinen lo contrario, que de eso también se trata.
