Sergio Plaza Cerezo
Cualquier observador perspicaz percibirá un fenómeno: la gran cantidad de vehículos Audi en la ciudad, devenida en una especie de Auditown ¿Qué variables explican esta querencia particular, tan intensa y visible, de los segovianos tanto por la marca referida como por los automóviles de gama alta en general? Intentaremos intuir algunas respuestas.
Las economías de aglomeración constituyen las ganancias de productividad derivadas de la concentración espacial de un ramo de actividad económica en una ciudad determinada. Los Ángeles (Hollywood) y Bombay (Bollywood) son mecas del cine; mientras, Detroit es la sede histórica, ahora muy decadente, de la industria automotriz de Norteamérica, donde echaron raíces Ford, Chrysler y General Motors. El pionero Henry Ford decidió establecerse en esta metrópoli por su ubicación en los Grandes Lagos, cuya renta de posición radicaba en la disponibilidad de obreros especializados, quienes tenían conocimientos sobre motores de combustión, aplicados en construcción naval antes de la llegada de los automóviles.
En alguna medida, Ford fue el inventor de la clase media, que, años más tarde, llegaría a ser mayoritaria en los países desarrollados. Una vez resuelto el problema consistente en fabricar coches baratos, vía aplicación de una mejora técnica como fue la cadena de montaje semiautomática, había que crear un mercado. La oferta crea su propia demanda: ¿quién compraría todos esos autos? Además, cuanto mayor resultase el volumen de fabricación, menores serían los costes medios de producción. Las mejoras en la productividad posibilitaban un aumento de los salarios reales. Todo un círculo virtuoso: la revolución inducida por el fordismo consistiría en que los propios trabajadores que ensamblaban los automóviles se convirtieran en compradores de los mismos.

Se trataba de una idea poderosa, que, bastantes años después, llevada al conjunto del tejido productivo, conduciría a unas economías de salarios altos, tras la Segunda Guerra Mundial, durante el periodo bautizado por economistas de la Escuela de la Regulación como los Treinta Gloriosos, regidos por el énfasis del keynesianismo en la relevancia de la demanda agregada para la expansión económica. Aquel patrón quedó finiquitado con la crisis del petróleo en 1973, coincidente, más o menos, con el agotamiento del modelo fordista de la cadena de montaje, promovedor a la larga de alienación y absentismo laboral.
Mi hermano siempre comentaba cómo en la familia de uno de sus amigos, cuyo padre trabajaba en una fábrica de automóviles, siempre adquirían un vehículo de la marca en cuestión. Una alumna hispano-alemana de máster `presentó una exposición en clase muy interesante sobre el estudio de caso correspondiente a BMW. Su padre, nacido en Cantabria, llegó de niño a Alemania, donde cursó estudios de Formación Profesional, ámbito en que dicho país destaca de forma especial, razón conducente a tasas bajísimas de paro juvenil. En la actualidad, este hombre es un mecánico muy cotizado de la empresa referida; y ejerce como probador de coches, bajo condiciones extremas, en lugares como Alaska. Se trata de una marca de gama alta, que invierte muchos euros en I+D+i.
Mi alumna también nos refirió la simbiosis espacial entre BMW y Múnich, sede de la compañía. Su hermano, quien también trabaja para la firma, y el padre, ambos, tienen un BMW como coche privado. Su lealtad a la marca resulta extrema; y la muchacha hablaba con entusiasmo de la relación familiar con dicha multinacional. No olviden que, en el modelo de “economía social de mercado”, término incluido en la Constitución de la República Federal Alemana, los representantes sindicales disfrutan de presencia en los consejos de administración de las grandes empresas, algo que reduce la conflictividad laboral, máxime cuando los alemanes se caracterizan por ser pueblo gregario, muy orientado al colectivo.
El binomio integrado por la suma de BMW-Múnich constituye un caso arquetípico de ciudad-compañía (company-town), donde una sola corporación adquiere una relevancia económica extrema en la vida de una determinada zona metropolitana. Este fenómeno, frecuente en la industria automotriz, adquiere paralelo en la identificación de Fiat con Turín. Ambos vocablos son inseparables: Turín es Fiat; y la Fiat de los Agnelli es Turín. BMW y Fiat son, de manera simultánea, globales y locales (“glocales”). En todo esto se esconde una vulnerabilidad: estas ciudades se constipan, ante un posible estornudo, derivado en crisis, del sector automotriz.
El “American Dream” combinaba el ideal familiar de una vivienda independiente en las afueras con la propiedad de varios automóviles. La construcción del sistema federal de autopistas interestatales, bajo el mandato del presidente Eisenhower en la década de los años cincuenta del siglo XX, favorecía el desplazamiento de la pujante clase media blanca a las afueras. Las corporaciones automotrices se antojaban como grupo de presión fundamental en la propia definición del nuevo urbanismo. Las “road movies” se pondrían de moda, cual género cinematográfico más genuino para representar la identidad estadounidense, más allá de Nueva York como islote, metrópoli siempre considerada excéntrica en el resto del país, incluso en la periferia del estado con el mismo nombre.

Sin embargo, este modelo ha pasado de moda. Los jóvenes más formados y acomodados vuelven a la ciudad; y, uno tras otro, multitud de grandes centros comerciales suburbanos clausuran sus puertas. El deseo obsesivo por el automóvil privado desaparece entre millennials y miembros de la generación “Z”, mucho más urbanitas que sus predecesores.
En su programa electoral para las presidenciales de 2024, Donald Trump promete una reducción del impuesto sobre los carburantes, con la idea de captar votantes blancos de clase trabajadora, residentes en los suburbios, muchos de los cuales tienen la sensación de padecer una movilidad social descendente. La subida de la tasa sobre el gasoil puso en pie de guerra contra Macron a la Francia de provincias, mucho más dependiente del automóvil privado que París. De forma espontánea, se armó una coalición transversal, con tintes populistas, contra la medida. La crisis de los “chalecos amarillos” ha sido interpretada como una rebelión contra la capital de Francia y sus barrios Bo-Bo (burgueses y bohemios).
La corriente postmoderna que destierra el uso del automóvil en propiedad también ha llegado a Europa. Otra alumna alemana me enfatizaba cómo le da vergüenza que los compañeros de universidad en la pequeña ciudad de Ratisbona presencien sus desplazamientos en coche. Los estudiantes de esta urbe, que comparte con Segovia rango de Patrimonio de la Humanidad, utilizan la bicicleta como medio de transporte más habitual y mejor visto. Según me comenta esta estudiante, su empleo como periodista en la televisión pública de Baviera le exige auto propio. La muchacha me mostraba unas fotos de la boda reciente de su hermano, en las que aparece ataviada con el vestido tradicional de su terruño. Su familia regenta una explotación agropecuaria en el medio rural del “länder” más conservador de Alemania.
La tendencia que pregona el carácter prescindible del automóvil en propiedad parte de las grandes ciudades globales, como Nueva York o Londres; y se extiende cual mancha de aceite. Si hay necesidad de desplazarse por este medio, se utilizan de forma creciente plataformas de la economía colaborativa como BlaBlaCar.
Segovia es una capital pequeña, en la que todavía se da mucha importancia al hecho de disponer de un buen automóvil. Mi abuelo tuvo el segundo dos caballos (2CV) de la ciudad; y, como el negocio le mantenía muy ocupado, envió a su cuñado para que lo recogiera en Hendaya. En aquel tiempo de autarquía, era preciso tramitar una licencia de importación.

El padre de mi madre siempre tuvo lealtad de marca: siempre Citröen. Me hablaba también del tiempo de juventud, cuando conducía el modelo “11 ligero” de su adorado tío Francisco Contreras, propietario de la fábrica de harinas de Trescasas, así como del afamado Parador del Norte, aledaño al frente oriental del acueducto.
Mi hermano y yo teníamos dos automóviles idénticos de la marca gala. Y, hace unos ocho años, nos ocurrió una anécdota bonita. El vehículo se nos quedó parado justo cuando circulábamos por la Plaza de España en Madrid. Y, de repente, cual ángel de la guarda, un hombre con edad comprendida entre 40-45 años acudió, presto, a socorrernos; y se puso a empujar el coche para dejarlo estacionado junto a la acera más próxima. Se trataba de un ciudadano francés, fanático de esta marca, cuyos diseños curvos con influencia del art decó, presentes en sus modelos clásicos, empezando por el Tiburón, no han sido igualados. El padre de este hombre se había ganado la vida como empleado de una factoría de dicha empresa; y, de allí arrancaba la querencia familiar.
Mi abuelo sentía admiración por los vehículos de lujo. Así, siendo muy niño, solía hablarme de los Mercedes con gran respeto. En una ocasión, me llevó de exprofeso a La Granja un 18 de julio, jornada triste en la que Franco daba una recepción a diplomáticos y altos jerarcas del régimen. Nuestro desplazamiento tenía motivación única: el intento de ver algún Rolls-Royce, considerado el mejor coche del mundo, por las calles del Real Sitio.
Por cierto, comentarles que me gusta coleccionar tarjetas de visita. Una de las dos más elegantes que atesoro me la dieron en un concesionario de la marca británica, que también tiene intereses en el sector aeronáutico. Cuestión de sinergias ingenieriles; ya saben. La otra me la entregó en mano el propietario de un bazar muy lujoso de Doha, quien me comentó con orgullo que la reina Sofía era clienta de su establecimiento.
En estas, llegamos al núcleo duro de este ensayo. Cualquier observador inquieto detectará cierta característica en el parque automovilístico de Segovia: la gran cantidad de coches de la marca Audi, tanto estacionados como en circulación por las calles de esta ciudad. ¿Me equivoco? Algo tan visible que, incluso, llega a inquietar. ¿Nos encontramos en Auditown? “Mira, un Audi, otro Audi”, me dice mi madre cuando vamos en coche, a raíz de iniciar la elaboración de este ensayo.
En clave humorística, esto me recuerda a “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956), de Donald Siegel. Unas plantas traen un virus desde el espacio exterior; y, como consecuencia, desaparecen las diferencias de personalidad entre los seres humanos, todos ellos convertidos en clones. En su momento, el film fue interpretado como crítica a la famosa caza de brujas llevada a cabo por el senador Joseph McCarthy, quien veía comunistas por todas partes, en especial entre los cineastas de Hollywood. Vinculo la película con esos monovolúmenes de cualquier marca, auténticos tanques, desmesurados, que han proliferado. ¿Una influencia antiestética llegada desde allende el Atlántico? Qué alejados de los coches clásicos europeos.

En uno de sus libros, la escritora Carmen Posadas, gran conocedora de los códigos sociológicos de las clases más pudientes en el Madrid de los años ochenta, identifica los cinco tipos de automóviles más demandados por el segmento de la “jet set” en aquella España de pelotazo y “beautiful people”. Uno de ellos era el Audi Quatro; y, la autora matiza que, en concreto, el modelo especial, “como el que tenía el rey”, era el anhelado.
En realidad, todos los productos manufacturados atraviesan por un ciclo vital. Cuando son lanzados al mercado, algunos bienes resultan muy exclusivos y minoritarios; pero, con el paso del tiempo, el acceso a los mismos se democratiza. Por ejemplo, mi madre siguió una primicia informativa, como fue la retransmisión televisiva de la boda de Fabiola con el rey Balduino de Bélgica (1960), en casa de la prima Julia de Pablos Cerezo, hermana de la compositora (María) e inspectora de enseñanza primaria en esta provincia. Por aquel tiempo, RTVE estaba en sus inicios; y poquísimos vecinos de Segovia disponían de un televisor. Todavía faltaban algunos años para que se convirtiese en artículo de consumo generalizado.
