Si preguntásemos a un experto en seguridad sobre los recursos y los elementos que deben emplearse para asegurar la convivencia y la seguridad ciudadana, es muy probable que la primera respuesta se parezca a “la necesidad de una Ley de Seguridad Ciudadana y de unos Códigos adaptados, en todos sus supuestos, a la realidad social de la calle y que además fuesen aplicables, con todo su peso y contundencia, en aquellos responsables de los actos que atenten contra la integridad física, la dignidad, la libertad y el patrimonio de las personas o las instituciones”. Claramente, no hay nada más efectivo ni tiene un efecto más disuasorio para la delincuencia y la falta de orden en general que una legislación fuerte y la certeza de que todo acto criminal conllevará siempre una serie de consecuencias en una sociedad que aspira a mantenerse libre, justa y segura.
En un momento en el que ya hay quienes opinan que debido a los márgenes de interpretación, a las controversias generadas por el enfoque político y a los posibles resquicios de las normas actuales el sistema podría estar evidenciando cierta tendencia a flaquear de cara a mostrar esa firmeza contra la desestabilización del crimen, imagínense qué panorama nos espera, si además, desde ciertos sectores se viene suscitando una Ley de Seguridad Ciudadana mucho más laxa que la actual. Un inminente marco legal que con esas nuevas contemplaciones dejaría de ser lo suficientemente persuasivo para un ámbito delincuencial, que cada vez está más organizado y se muestra más violento, lo que dejaría de manera significativa, más expuestas, a una Policía y una Guardia Civil, que sufrirá una sustancial mengua en su seguridad y un menor margen de maniobra en el ejercicio de sus funciones. Actuaciones, por cierto, que siempre se han ceñido a los parámetros legales gracias a una incuestionable profesionalidad, que les ha venido posicionando, durante el presente democrático, como unas de las instituciones mejor valoradas por los españoles.
Sin tener en cuenta algunas teorías de la conspiración o las hipotéticas motivaciones espurias, que pudiesen existir para querer posicionar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en una situación de mayor vulnerabilidad, tampoco vamos enjuiciar el por qué de las prisas que algunos sectores parecen evidenciar para la ejecución de dicha reforma. Lo que sí que se puede observar y, además, con cierta objetividad, es el intento de hacer extensiva al resto de la sociedad de la misma y trillada campaña de desprestigio, que sistemáticamente emplean los sectores mas violentos del independentismo en contra de estas instituciones. Esta campaña consiste en la simpleza de intentar adjudicar, de manera general, determinadas ideologías a los profesionales que componen las FFCC de Seguridad del Estado, con la intención de que estos sean percibidos con antipatía –u odio- y extender ese sentimiento más allá de aquellos sectores de la sociedad que de por sí ya están ideológicamente posicionados al respecto y condicionados “al extremo” en todos los órdenes, incluido el de contribuir a la banalización del terrorismo. Los empeñados en dicha labor de desprestigio, ignoran o no parece importarles que en un país democrático, la libertad de expresión, de opinión y, lógicamente, de pensamiento, son inherentes a una sociedad plural y libre. Por lógica, esa misma circunstancia debería hacerse extensiva a cualquiera de los colectivos que la integran como un síntoma saludable de absoluta normalidad.
Sí que es lógico que, dadas las funciones “sensibles” de determinados Cuerpos, se les pueda regular especialmente, limitándoles en ese derecho, pero solo a la hora de posicionarse públicamente o de ejercer en la práctica algún tipo de militancia política mientras estén en activo. En cualquier caso, la constante obsesión de algunos por desacreditarlos en función de la adjudicación de un supuesto pensamiento, tiene la solidez de lo etéreo frente al argumento del celo profesional o del inquebrantable sentido de la legalidad de quienes reflejan su vocación de servidores públicos en el día a día como mejor garantía de la neutralidad necesaria en el cumplimiento estricto del deber y siempre al servicio de “toda la sociedad”, contribuyendo con ello al sostenimiento del Estado de Derecho. Debilitarlos, nos debilita a todos. Recuerden que la fragilidad de las instituciones y la debilidad de los marcos de convivencia de una sociedad son el preludio del caos.
